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Blog Uría: Balboa con el siete a la espalda

Rubén Uría

Actualizado 16/10/2015 a las 08:17 GMT+2

Raúl no fue el mejor jugador de la historia de este país, pero nadie que hubiese podido disfrutarlo o sufrirlo, fuese del Madrid, del Atlético, del Barça o del Betis, podría negar su legado: era Balboa con el siete cosido a la espalda. Jamás se rendía y siempre pedía un asalto más. Raúl, como Rocky, nunca oía la campana.

Raúl Gonzalez Blanco (Real Madrid)

Fuente de la imagen: Imago

El primero, el último, el imposible, el de falta, el de penalti, el del fuera de juego, el de vaselina, el de tacón, el psicológico, el fantasma, el decisivo, el de tijera, el de cuchara, el de espuela, el de rebote, el del oportunista, el del cojo y hasta el que el mismo patentó, el del aguanís. Raúl, una estadística humana, hizo todos los goles que se pueden hacer. En permanente búsqueda del santo grial, caballero de desgarbada figura y mente firme, Demoliciones González Blanco SA vivió un máster en fútbol: ascenso al Reino de los Cielos y descenso a los infiernos, gloria y fracaso, placer y dolor, afecto y rechazo. Promesa infantil, recogepelotas del Atlético, capricho del finado Gil y Gil, corazón colchonero y sin embargo, rescatado y adoptado por el vecino, Raúl fue el estandarte castizo de aquellos tiempos en los que el Madrid iba con su grandeza.
Ídolo del tendido siete de Chamartín, derribó la puerta grande del Bernabéu a base de tesón y goles, aporreándola, partido a partido, carrera a carrera. Martillo pilón inevitable, idilio eterno con el gol, Raúl fue Raúl en las duras y en las maduras. Atila vestido de blanco en tiempos de filias y Forrest Gump en época de fobias, el siete que no era un diez en nada y era un ocho en todo, fue calificativo inagotable para la prensa, elogio constante de rivales y último reducto de una fe perseguida y (casi) extinguida: el raulismo. Épica sin anestesia, terremoto de emociones, destripador implacable de defensas y coleccionista de títulos, Raúl se quedó a las puertas de la tierra prometida, sin Eurocopa y sin Mundial, después de años de travesía del desierto, en los que, en soledad, tuvo la valentía y el arrojo de tirar del carro, cuando no éramos tan buenos y cuando los que hoy presumen de selección, renegaban.
Ejemplo de descaro con el veterano y espejo de profesionalidad para el principiante, Raúl batalló contra los límites del reloj biológico. A base de ambición, de saber triunfar y mantenerse, de brillar con empuje y reciclarse con sutileza, el siete siempre pareció inmune al inexorable paso del tiempo: fue un niño viejo y también un anciano joven. Raúl forma parte del selecto club de dioses del fútbol que comienza su aventura abriendo bocas y esculpe su leyenda tapándolas. Madrid, Alemania, Qatar y Estados Unidos. Da igual. Raúl, Matusalén del gol, delantero pata negra, lo deja. Raúl, que manchó la camiseta del Madrid de sudor, sangre y barro, pero jamás de vergüenza, deja de tirar del carro. Raúl, piernas chuecas, pies planos y carrera extraña, cuelga las botas, esas que se calzaba, cada domingo, con los cojones sobresaliendo por los tacos. Raúl, mirada del tigre y sangre en el ojo, liberada la bestia que aún guardaba en el sótano, pone punto y final.
No fue el más fino estilista, ni el más duro fajador, pero como jugador de fútbol, libró batallas que permanecerán en la memoria de quien ame este deporte. Querido u odiado, pero siempre temido y respetado, Raúl no fue el mejor jugador de la historia de este país, pero nadie que hubiese podido disfrutarlo o sufrirlo, fuese del Madrid, del Atlético, del Barça o del Betis, podría negar su legado: era Balboa con el siete cosido a la espalda. Jamás se rendía y siempre pedía un asalto más. Raúl, como Rocky, nunca oía la campana.
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