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Blog Uría: Cruyff

Rubén Uría

Actualizado 24/03/2016 a las 17:30 GMT+1

Revolucionó el fútbol y reinventó al Barça. Johan Cruyff: In Memoriam.

Johan Cruyff

Fuente de la imagen: Eurosport

Cruyff, el junco endiablado con el pie cosido a una bola de fuego, la quinta velocidad de un espárrago supersónico, la guinda del pastel del fenómeno Ajax y sus tres Copas de Europa, el estandarte de un futbol rebelde realmente innovador, el icono rupturista de un fenómeno desgarbado con el pelo largo y aire de quinto Beatle, la furia de una galopada eléctrica, el quiebro seco en la banda, el cambio de ritmo salvaje como divisa, la precuela setentera de Messi, el póster en la pared para toda una generación enamorada de un tifón imparable, con el 14 cosido a la espalda. El triple Balón de Oro, la quintaesencia de La Naranja Mecánica, la plasticidad del plan maestro de Rinus Michels, la efervescencia del fútbol total, el toque en alta definición para fulminar a Brasil y aquella amargura tras el severo marcaje de Berti Vogts, en aquel Mundial con destino cruel que ganó el gen alemán y perdimos casi todos.
Cruyff, la esperanza del ejército desarmado de Cataluña que inmortalizó Vázquez Montalbán, el fútbol con frac, el hombre que acabó con la pertinaz sequía del Barça, el primer fichaje que rebasó la frontera de los cincuenta millones de pesetas, el socio de Rexach, el tipo que puso el Bernabéu a sus pies – dos de Asensi, otro Juan Carlos, uno de Cruyff y el Cholo Sotil-, la espuela mágica que abatió a Reina en el Camp Nou, el del lío eterno con Weisweiler, el receptor del bofetón más sonado de Ángel María Villar, el de los dos años en El Dorado de USA, el que jugó en Segunda con el Levante de los saques de banda y el que volvió a su Ajax para traicionarle con su rival directo, el Feyenoord.
Cruyff, el sabio pelotero al que le exigieron un carné que nunca necesitó, el revolucionario de los banquillos, el tipo cuyos delanteros sólo podían correr quince metros si no eran estúpidos o estaban durmiendo, el animal competitivo que prefería ganar 5-4 y no por un triste 1-0, el ganador nato que amaba el ruido que hacían los postes después de un buen remate, el hombre que hizo de Núñez un presidente de éxito, la inspiración divina que convenció a los culés de que el dinero siempre debía estar sobre el campo, el gurú reconocible que siempre daba dos días de fiesta a Romario si el fin de semana marcaba dos goles, el espejo donde se miró Guardiola para dar continuidad a la obra bien hecha y después sublimar su obra.
Cruyff, la figura que acabó con el pesimismo atávico culé, el líder que convirtió al Barça del talonario fácil y las Recopas en campeón de Ligas de infarto, azote del Madrid y Rey de Europa, el emblema que se sacó de la chistera las primeras semillas del germen de La Masia, el filósofo enjuto que hablaba mitad español, mitad comanche – automáticamente, sin ni una duda, esto es uno, esto es dos, Manolo marca ya-, la personalidad arrolladora que pidió a los suyos que salieran y se divirtieran antes de saltar al templo sagrado de Wembley, un pecho con tos, un pulmón delicado, una patada kilómetrica a la cajetilla de tabaco, un chupa-chups eterno y aquella gabardina fetiche.
Cruyff, la bandera oficiosa de Cataluña, el ejemplar padre de Jordi donde los niños sólo podían inscribirse como Jorge, el consejero áulico del presidente de turno, la voz en off del barcelonismo, el Zaratustra azulgrana de guardia, el socio que se quejaba del entorno y un día acabó convertido en él, el dardo en la palabra después de un partido de golf, el hombre que luchó contra la enfermedad y se fue al descanso ganando 2-0. Cruyff, el tipo que jamás perdía, el que batía la justa, el que fue bandera de nuestros padres y vaca sagrada de sus hijos. Cruyff, la personalidad que me miró a los ojos una tarde lluviosa y me dijo que España ganaría la Copa del Mundo si se atrevía a abandonar 'La Furia' y apostar por el toque. Cruyff, el carisma que revolucionó el fútbol y reinventó al Barça. Johan, un mito inmortal. Cruyff, un rondo eterno con Dios.
Rubén Uría / Eurosport
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