Blog Uría: Dicen que nunca se rinde

Así reza su himno y por enésima vez, en Basilea, el Sevilla le dio la razón a su compositor. En una segundda parte legendaria, logró su quinta Europa League.

Coke celebrando su gol ante el Liverpool (Sevilla)

Fuente de la imagen: AFP

Una década prodigiosa: quinto título, tercero consecutivo. La Europa League, que desde esta noche debería llamarse Sevilla League, vivió otra noche de romance con Andalucía. Ni el Barça de Messi, ni el Madrid de Ronaldo, ni el Atlético del Cholo, ni siquiera el Bayern de Pep, nadie, ningún equipo, ha ganado más finales continentales que el Sevilla en los últimos diez años. Primero fue Antonio Puerta (2006), luego aquel milagro de Palop (2007), más tarde los reflejos de Beto (2014) y después, la plegaria divina de Bacca (2015). El último episodio del mito sevillista se escribió en Basilea, en la cuna de Roger Federer, esta noche, con los goles de Gameiro y de Coke, por partida doble. A la tremenda, como suele ser habitual en sus genes, el Sevilla conquistó gloria continental y admiración planetaria, derrotando a un Liverpool que jugó un primer tiempo formidable y acabó rendido ante la reacción del campeón. Sí, del campeón. Así se comportó, una vez más, un Sevilla sediento de gloria.
La ‘road movie’ triunfal del Sevilla no tiene precedentes: Eindhoven, Mónaco, Glasgow, Madrid, Barcelona, Mónaco, Milán, Turín, Cardiff, Varsovia, Tiflis y Basilea. De entrañable perdedor a odioso ganador, el Sevilla ha edificado su propia leyenda con tanta soledad como bravura, con tanto ninguneo como mérito. Quemó su tortuoso pasado, vivió de pie su presente y puso al futuro de rodillas. Y no fue fácil. De entrada, el Liverpool salió con el manual de instrucciones de cómo se juegan las finales en una mano y con la Biblia de Klopp en la otra. Su plan, eficaz: trabó el juego, impuso su ley en cada duelo, se adueñó de los espacios, presionó como un poseso y cuando el Sevilla quiso sacudirse a los reds de encima, se topó con un golpeo mágico de Sturridge, con el exterior, que puso música a la buena letra inglesa . De ahí hasta el descanso, cielo abierto para Klopp que, al tradicional fútbol directo británico, ha incorporado el magnífico sentido de las transiciones alemanas. Sus discípulos no corrían, volaban. El Sevilla, sometido y al borde del precipicio, sufría. El final del primer tiempo fue música celestial para el campeón. Aún vivía.
En el entretiempo, Emery orquestó la reacción. Había que pleitear cada pelota con fiereza, ocupar los espacios, atacar por banda y confiar en la arquitectura de Banega. Mano de santo. Primer minuto del segundo acto y primer puñetazo a la mandíbula de los reds: gol de Kevin Gameiro. En una jugada bestial, Mariano tiró un caño, eliminó a dos zagueros y sacó un pase milimétrico, en bandeja de plata, para resucitar al Sevilla y humanizar al Liverpool. Una jugada de museo para un coleccionista de finales. Escenario nuevo, partido nuevo. Contagiado por el tanto, el Sevilla se rearmó hasta convertir la adversidad en éxtasis. Combatió cada balón, peleó pulgada a pulgada, se hizo con el mediocampo gracias a un estupendo Banega y le arrebató el balón y hasta el empuje al Liverpool, que pasó de león a fierecilla domada. Coke, tras una jugada magnífica de Banega y una conducción letal de Vitolo, mitad clase mitad fuerza, culminó la remontada. El Sevilla, a pleno pulmón, como reza su historia, había escalado el Everest, sin óxígeno, volteando una final que parecía perdida. Klopp, sin antídoto, movió el banco buscando soluciones. Fue en vano. Otra vez Coke, aprovechando un rechace, cogió a pie cambiado a la frágil zaga del Liverpool y vacunó el tercero. En una reacción trufada de fútbol y sobre todo, de carácter, el Sevilla hacía suya la victoria. Con épica, con grandeza, con atrevimiento. Con todos los ingredientes que adornan la condición de campeón de este equipo que, como reza su himno, nunca se rinde.
Fue otra noche memorable. Con razón La Giralda se siente orgullosa cuando ve a su Sevilla jugar en el Sánchez Pizjuán. El equipo de Emery, que se ha consagrado como uno de los mejores del mundo, conquistó su quinta Europa League y, de propina, se aseguró disputar la próxima Supercopa de Europa – frente a Madrid o Atlético, está por ver –, amén de poder jugar la fase previa de la Champions. Nadie quiere despertar del sueño en Nervión: más victorias, más gloria, más títulos, más prestigio y por supuesto, más dinero. Su único límite es el cielo, porque su ilusión tiene el tamaño de un rascacielos. Y su secreto, hacer las cosas bien: a fuego lento, con paciencia y sentido común, el club se ha elevado hasta ser un grande de Europa. Lo ha hecho con puntería de francotirador en los despachos (Monchi, León de San Fernando, otra medalla para el cajón), con magisterio de estratega en el banquillo (Emery, con paciencia y tiempo, siempre monta equipos ganadores) y con voluntad de hierro en el césped (sabe a qué juega, cree en su plan y lo ejecuta con tenacidad). Así sobrevive, así crece, así gana y así conquista títulos.
No importa si cae simpático o si es antipático. Después de otra noche de gloria, más que merecida, los sevillistas, que están encantados con eso de que su equipo no vaya por ahí con el lirio en la mano, pueden decirle a sus detractores lo mismo que Piqué al sector más rancio de parte de la prensa deportiva: “Que se monten sus películas, nosotros llevamos otra copa al museo”. El Sevilla se llevó la suya de Basilea. Otra vez, otra más. La tercera consecutiva. La quinta de su magnífica cuenta. La de un club parido por su madre, Sevilla, que le prestó su nombre y para defenderlo, le dio a una afición. Habrá gente que niegue sus méritos, pero el Sevilla es un grande. Uno que colecciona títulos y que ya está acostumbrado a festejar que no tiene que dar las gracias por nada. Es un gigante. Un equipo que ya es eterno. Y que nunca se rinde.
Rubén Uría / Eurosport
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