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Blog Uría: La vida es un partido de fútbol

Rubén Uría

Actualizado 11/05/2017 a las 16:53 GMT+2

Anoche vivimos más que un partido. Más que una semifinal. Vivimos la representación gráfica de qué significa ser del Madrid y qué significa ser del Atleti.

Simeone

Fuente de la imagen: EFE

Después de una sesión impagable de fútbol en estado puro, trufado de épica, bravura, grandes jugadas, dureza y un ambiente volcánico, que hizo soñar a los creyentes y dudar a los ateos, conviene repasar los méritos de unos y otros. El pase, merecido y legendario, fue para el Madrid. Y el orgullo, tan intacto como plausible, fue propiedad del Atlético. El Madrid disputará su tercera final en cuatro años, un hito impresionante. Está a 90 minutos de sumar otro santo grial a su colección. Y a apenas un paso de conseguir lo que la historia le ha negado al resto: ganar dos Champions de manera consecutiva. ¿Por qué pasó el Madrid? Sencillo. Es el mejor equipo de Europa, tiene recursos infinitos, jugadores de un talento superlativo (la jugada de Benzema es el mejor ejemplo), tiene una profundidad de banquillo tremenda, siempre tiene el manual de supervivencia a mano y de propina, un gen competitivo en su ADN. Que hablen ahora los que azotaron a Zidane a dos manos, faltándole al respeto. Que hablen ahora los que siguen diciendo que el Madrid no juega a nada, cuando es el mejor Madrid que uno recuerda en los últimos diez años. Que hablen ahora los que creen que la gloria se regala y siguen negando el pan y la sal a un equipo que, gane o pierda esta Copa de Europa, ya forma parte de la historia blanca. Este Madrid ha dejado en el camino a Nápoles, Bayern y Atlético. Tres huesos exigentes. Y lo ha hecho con nota sobresaliente. Próxima estación: Cardiff. La piedra en el camino: la Juve.
El Madrid ha frustrado el sueño atlético en cuatro ediciones consecutivas de Champions. Ha sobrevivido siempre al empuje rojiblanco: jugando bien, muy bien, mal o rematadamente mal. Cualquier otro rival tendría pesadillas con los blancos, estaría dolido en lo más hondo y estaría acomplejado por su hegemonía europea. Cualquiera tendría derecho a sentirse así. Pero entonces ¿por qué el Atlético sigue de pie, con el orgullo intacto y pensando que algún día podrá hacer posible lo que otros creen que es imposible? Sencillo. Porque estando a años luz de la calidad de los jugadores blancos, sabiendo que tiene menos dinero que su vecino, que tiene menos recursos, que tiene peor plantilla y que no tiene la experiencia competitiva del Madrid, es un equipo en toda la extensión de la palabra. Uno que pelea con diferentes armas, las suyas, que ha enterrado esa dañina estética del perdedor y que defiende una filosofía de vida que va más allá del deporte. Sí, en fútbol, lo más importante es ganar. Naturalmente. El Atlético quería ganar y no pudo. Pero eso no es todo. En la vida y en el fútbol, lo normal es perder. Ganar es lo excepcional. Y este Atleti, en un ejercicio extraordinario de afán de superación, sigue pensando que sólo se puede ganar sin dejar de insistir.
Anoche el Madrid tuvo todas esas virtudes que adornan a un campeón: capacidad para esperar que la tormenta escampe, fútbol para enfriar un volcán en erupción, experiencia para no caer y talento para abrochar un pase trabajado. El Atlético tuvo todas esas cosas que engrandecen a un a un sentimiento: exploró los límites del Madrid, tuvo la gallardía que querer escalar el Everest a pulso, no negoció el esfuerzo y saltó al campo dispuesto a morir por su gente. Eso no se compra con dinero. Y se entienda o no, porque en esta vida hay gente que se cree con derecho a decirle a los demás lo que tienen que sentir y lo que no, el Atlético es un equipo extraordinario. Uno de época. Uno que ha dado el gran salto que sus detractores jamás llegaron a pensar que podía dar. Aún no ha ganado la Champions, pero sigue trabajando y superándose a sí mismo para ganarla. Ni el atlético más radical podría negar que el Madrid, así pasen cien años, siempre estará ahí, porque su verbo favorito es ganar. No hay gloria, trofeo o competición en la que el Madrid, de una u otra manera, no acabe conquistando. Esa es su razón de ser. Y ni el madridista más recalcitrante podría negar el mérito incuestionable del cholismo, porque su verbo favorito es insistir. No hay paliza moral de la que el Atlético no se levante, con esfuerzo renovado, para volver al campo de batalla. Esa es su razón de ser.
Después de unas semanas donde los valores han perdido su auténtica esencia pasando a ser armas arrojadizas, después de unos días donde la superioridad moral se ha usado con intención de lesionar al contrario y no para prestigiar lo propio, anoche el fútbol volvió a darnos una lección a todos. A los que querían que les dijeran qué se siente y a los que siguen diciendo que nunca lo entenderán. Anoche el Madrid fue más Madrid que nunca. Y el Atleti, más Atleti que nunca. La noche no fue de ganar o perder. Fue la representación gráfica de qué significa ser del Madrid y qué significa ser del Atleti. Dos causas opuestas, dos universos paralelos, dos visiones contrarias y dos maneras de vivir y ser. Disfrutamos rivalidad, goles, jugadas, piques y dureza. Resucitamos en cada pelota y morimos con nuestros colores en cada saque de banda. Redescubrimos la grandeza del Real y la del Atleti, nos apasionamos con una odisea de sentimientos encontrados y esta mañana, cuando salió el sol y volvimos a caer en que había que pagar la hipoteca y la letra del coche, caímos en la cuenta de que, más allá de perder o ganar, fuimos privilegiados.
Vivimos el penúltimo capítulo de una saga eterna, de un combate imperecedero. El Madrid fue el Madrid en toda su naturaleza. Y el Atleti fue, en toda su esencia, el Atleti. Nada más y nada menos. Más allá de valores de ida y vuelta, de cuitas ancestrales, de reproches puntuales, de superioridades morales usadas como lanzallamas, unos y otros fueron fieles a sí mismo. A su identidad. A aquellas esencias que les definen. El aficionado del Madrid volvió a encontrarse con todos esos motivos que le hacen querer a su equipo. El del Atleti volvió a redescubrir qué le hace sentirse orgulloso de una pasión inexplicable. Ya lo dijo Albert Camus: “Lo que con más seguridad sé a la larga sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al futbol”. Al fin y al cabo, la vida es un partido de fútbol. Uno en el que ganas y pierdes, pero siempre te sientes orgulloso de ser quien eres, lo entiendan los demás o no, porque la vida, más que entenderla, se siente. Eso es el fútbol. Un sentimiento. No eliges tú, te elige a ti.
Rubén Uría / Eurosport
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