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La opinión de Sergio M. Gutiérrez: ¡Me lo merezco!

Sergio Manuel Gutiérrez

Actualizado 09/02/2024 a las 09:36 GMT+1

Si vas a decir “me lo merezco”, si vas a gritar al mundo que eres mejor que los demás y por ello mereces más premio o mejor trato, si vas a imitar a Míchel en aquel partido de Údine, durante el Mundial del '90, el día que metió tres goles y se sintió el mejor futbolista del mundo, si vas a proclamarte campeón de los egos, asegúrate de meter tres goles cada día, o al menos de no pifiarla enseguida.

Míchel González en España-Corea del Mundial de 1990

Fuente de la imagen: Imago

Una de las mayores mentiras de nuestro tiempo es la meritocrática, esa idea absurda que define la justicia sin contar con la equidad, como si por medio de la ficción de que cada cual tiene lo que merece de acuerdo con unas reglas de juego prefijadas quedasen justificadas las enormes injusticias que nos rodean. Tu mérito, nos aseguran, legitimará cierto estatus y un cuantioso beneficio. Las cartas, sin embargo, están marcadas. El mérito esgrimido por quien ostenta riqueza y poder es casi siempre más que discutible. A quién premiamos, por qué lo premiamos, cómo lo premiamos.
El debate se halla en el terreno de nuestros valores y nuestros anhelos.
¿Cuál es tu sueño?, habríamos de preguntarnos. ¿Deseas ser el dueño de la mansión fortificada, defendida de la pobreza exterior por un ejército privado, o el anciano científico de prestigio al que se le escapa una lágrima cuando recibe el respeto y el aplauso unánime de sus colegas?
La pregunta, en efecto, es qué reconocimiento buscamos.

Respeto y aplausos

Míchel sólo quería respeto y aplausos, o al menos que no le machacasen las críticas. En aquel lejano Mundial de Italia ‘90, un sector del periodismo patrio, con José María García a la cabeza, la tenía tomada con él y le atizaba a diario sin piedad. Miguel González del Campo era por entonces el discutido jefe natural de una selección en transición, liderada por la Quinta del Buitre pero sin chicha ni limoná. Cuentan que, por pura personalidad, quizá por su planta física y su guapura, y por una razonable confianza en sí mismo, Míchel mandaba allí tanto o más que Luis Suárez, el seleccionador. El empate a cero contra Uruguay el primer día había sido un desastre, un pequeño milagro. El equipo presentó novedades en la segunda jornada de la fase de grupos, frente a Corea del Sur.
El número 21 de la selección (todavía no era la Roja) jugó un partido memorable, anotó un triplete (nada de hat-trick), resolvió por sí solo el asunto, celebró cada uno de los goles consigo mismo y con nadie más, porque era su noche y él lo valía, y exclamó a pleno pulmón aquel “¡Me lo merezco!” para los anales de la historia balompédica.
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Míchel en 'Confinados': "El 'me lo merezco' fue porque me habían machacado"

El centrocampista sentía que esa gran actuación estaba a la altura de su verdadera calidad futbolística, y que había de paliar en gran medida el maltrato mediático sufrido. No era una cuestión ni de dinero ni de poder: se trataba más bien de justicia divina.
El mérito, su mérito, radicaba en una sucesión de acontecimientos casi azarosos, virtuosos desde luego, ya que los tres goles fueron tres golazos, pero acaecidos por designio de los dioses del fútbol. Lo que Míchel se merecía eran los goles, la exhibición de todas sus virtudes sobre el césped, aquel instante de protagonismo absoluto, el estrellato, el liderazgo incontestable… Así que recibió el premio, el obsequio divino, y no dio ni las gracias. Al contrario, proclamó que era de justicia, que él se lo merecía.

Talento y meritocracia

El líder natural de una selección nacional de fútbol lo es por talento, por experiencia y por carácter. El equipo, de algún modo, gira en torno a él. Esas cualidades justifican a ojos de los demás ciertas prerrogativas en el vestuario: el líder tiene derecho a alzar la voz, corrige los errores de los compañeros, impone sus puntos de vista, sugiere cambios al mismo seleccionador… El gobierno del mérito lleva implícita la idea de equidad o "desigualdad legítima".
Porque hay dos tipos de desigualdades: las razonables (las legítimas, las equitativas) y las que no lo son.
El concepto de equidad se refiere a ese estado ideal de las cosas en el que todas las desigualdades existentes son aceptables y están justificadas por un mérito incontrovertible y provechoso para la comunidad.
Tu talento, en definitiva, puede justificar algunos premios individuales, pero nunca la inequidad.
Dicho de otro modo, en una sociedad meritocrática el talentoso es por definición un aristócrata, pues obtiene las mayores distinciones sociales. El mérito no es en sí mismo ni democrático ni igualitario. Eso sí, en el fútbol incluso el hat-trick más memorable es mérito colectivo, de todo el equipo, y por ello la recompensa (con matices, de modo equitativo) también debe serlo.

De talentos y talentos

En fútbol, en efecto, el talento es subjetivo y a menudo discutible. Depende de la mirada del entrenador, salvo que el futbolista meta muchísimos goles. En la vida (en el trabajo, en la familia, entre los amigos), la única mercancía valiosa equiparable al gol es el dinero. Es decir, la valía personal o profesional será también siempre subjetiva en cualquier ámbito, salvo que uno reúna carros de billetes. Los billetes compran el mérito, lo disfrazan, lo pagan. La perversión consiste justo en eso, en establecer como medida del mérito la acumulación y no el desprendimiento, el egoísmo y no el servicio, la ostentación y no la humildad, el lujo y no la sobriedad, la especulación y no la solidaridad, el individualismo y no el servicio a la comunidad (al equipo).
Vivimos en una sociedad que se dice meritocrática sin serlo ni de lejos. La prueba más evidente de ello es que difícilmente verás a un triunfador proclamar, al estilo Míchel, aquello de 'me lo merezco'.
Lo verás presumir, sí, ostentar todo lo posible y desde luego vanagloriarse, pero si le resta un ápice de vergüenza no dirá “me lo merezco”.

Victoria y reivindicación

La reivindicación de los propios méritos es con frecuencia un grito desesperado y rabioso, un “me lo merezco” en toda regla. En estos casos, elegir el momento adecuado resulta tan importante como estar seguro de dicho merecimiento. El problema de cualquier reivindicación es que debe presentarse incontestablemente cargada de razón.
Si gritas pletórico me lo merezco después de haber hecho un 'hat-trick' en un Mundial de fútbol, te asistirá desde luego la razón, pero habrá quien pretenda quitártela cuando no marques tres goles todos los días.
La selección española ganó su tercer encuentro de la fase de grupos, 1-2 contra Bélgica. Míchel marcó de penalti. Como primera clasificada, se cruzó en octavos de final con la última Yugoslavia (la de Dragan Stojkovic), un conjunto pleno de talento y muy competitivo. El partido fue parejo, con oportunidades para ambos combinados. Stojkovic hizo un gol estéticamente precioso a sólo quince minutos del final. Salinas empató a última hora, empujándola casi sobre la línea gracias al furioso empuje español. Nada más arrancar la prórroga, Yugoslavia gozó de un libre directo muy prometedor: Stojkovic acostumbraba a ponerlas en la escuadra. Zubizarreta ordenó una barrera de cinco hombres, todos juntitos en la medialuna del área. Colocó el guardameta español al más alto de ellos, Míchel, en el extremo del palo corto para poder ocuparse personalmente del otro lado de la portería. Stojkovic lo vio claro: apuntó directo a la cabeza de Míchel. Este se giró, instintivamente, al ver venir ese balón. Se agachó de modo cobarde (dirían algunas crónicas), flexionó apenas las rodillas pero sí, se apartó. Y la pelota pasó justo por encima de aquel cuerpo encogido, y a Zubi no le dio tiempo a llegar, y así fue como se produjo el segundo gol de Yugoslavia.
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Andoni Zubizarreta

Fuente de la imagen: Imago

Pocos días después de una rabiosa reivindicación del Míchel futbolista, del Míchel estrella mundial, sus críticos lo convirtieron en el gran villano, en el culpable único de la eliminación.

El triunfo

Coronarse a uno mismo, decir lo bueno que eres cuando no te quieren escuchar, contiene su riesgo por mucho que lleves razón. Es peligroso. Pero, por otro lado, ¿qué alternativa hay? Saramago decía (y siempre es bueno citar a Saramago cuando uno va a decir algo importante) que la victoria nunca es eterna y que la derrota jamás es definitiva.
Si vas a gritar me lo merezco, ten por seguro que muchos esperarán frotándose las manos a que llegue el día en el que agaches instintivamente la cabeza en una barrera. Lamento informarte de que, muy al contrario de lo que te han contado, la narración de tus éxitos no está en tus manos.
O sí, según cuáles creas que son tus éxitos. Sí que puedes gritarle al mundo, en cierta manera, tu reivindicación. Proclamar que tu éxito es este paseo cogidos de la mano, o aquel abrazo de un ser querido. Gritar “me lo merezco” cuando tu hijo se comporta con compasión. Me lo merezco, cuando estás tranquilo con aquello que eres. Me merezco esta taza de café y este rato para jugar al ajedrez. Joder que si me lo merezco. Me merezco esa charla con un amigo y aquel mensaje de preocupación. Me merezco sobre todo la mirada de amor de la persona a la que amo. Me merezco todas las cosas buenas que tú no valorarías porque no las conoces siquiera, porque buscas otro tipo de reconocimiento. Yo me lo merezco.
Sergio Manuel Gutiérrez es comentarista de Eurosport España.
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