Deportes populares
Todos los deportes
Mostrar todo
Opinion
Rugby

Blog De la Calle: Estremera 46664

Fermín de la Calle

Actualizado 29/12/2015 a las 11:07 GMT+1

Un partido de rugby tiene mucho de anímico. Uno se enfrenta a sus debilidades, pone a prueba su inseguridad y ve cuestionada su determinación en cada jugada.

Estremera

Fuente de la imagen: Eurosport

Además libra con el rival un ritual de intimidación: miradas, silencios, gestos... A medida que pasan los minutos y se acerca el choque, uno visualiza el desafío individual que librará con su par. El primer placaje, la primera percusión... Pero cuando vas a jugar al rugby en el patio de una cárcel, los 'locales' ya tienen el trabajo hecho. Nada intimida más que la propia imaginación de uno fabulando con gigantes de cabezas afeitadas y cuerpos cubiertos de tatuajes. Confieso que he estado en varias cárceles, por temas periodísticos (no crean), lo que me ha permitido perder cierto respeto a ese sórdido ambiente carcelario que uno mitifica en su cabeza. En realidad construimos una idea que tiene más que ver con la televisión que con lo que existe dentro.
Pero esta vez era diferente. Jugar al rugby es, en definitiva, desafiar físicamente a quince rivales a cuerpo descubierto con la única arma de tu fuerza, inteligencia y agresividad. Cumplidos los 40, supone un esfuerzo mucho mayor medirse a un rival de 20 años rápido como una centella, que a un mastuerzo de 100 kilos que pretende pasarte por encima. Con los años se aprende que es cuestión de maña. De supervivencia, si lo prefieren llamar así. Pero jugar en la cárcel ante un equipo de reclusos es, además de una experiencia de obligada responsabilidad rugbística, algo atractivamente inquietante en lo deportivo. Ir a la cárcel a desafiarles con un deporte de combate como excusa puede parecer una temeridad, pero uno, que nunca fue especialmente cabal, no se lo pensó mucho. Me fascinaba pensar cómo sería la liturgia previa de intimidación entre los equipos.
El de servidor, el Club de Rugby Tres Cantos, había completado una convocatoria que mezclaba veteranía y juventud. Gente curtida en campos de todo pelaje ante rivales de cualquier estofa, y chavales que aún celebran los puntos de sutura como medallas. Admito cierta curiosidad por ver la reacción de los chicos al cruzar los controles de seguridad e ingresar en las entrañas de una cárcel. Más allá del desafío deportivo, el viaje ofrecía una interesante experiencia sociológica. Quedamos temprano, no eran las nueve de la mañana cuando me bajé del coche con la grotesca apariencia de quien va a practicar deporte, hecho harto sospechoso en el aparcamiento de la cárcel de Estremera. Los familiares de los reclusos observaban con curiosidad y escepticismo a los miembros del equipo.
picture

Estremera

Fuente de la imagen: Eurosport

Una vez reunidos todos, se notaba a los jóvenes menos dicharacheros de lo habitual. Era evidente que el escenario intimidaba. Pasados unos minutos accedimos a la zona de acreditación, superando los consiguientes controles de identidad y material, antes de iniciar el habitual peregrinar a través de mil puertas que se abren en la prisión. Cada puerta que se cerraba a nuestra espalda, un joven resoplaba. "Unos amigos vinieron a jugar y me contaron que son duros", apuntó unos de esos veteranos con más guerras que el pirata Drake. "Hay un par de ellos que han practicado artes marciales y boxeo a alto nivel", añadió otro. Las risas nerviosas y los silencios delataban a una parte trasera del grupo cuya media de edad raspaba los 20 años.
Accedimos para cambiarnos a un vestuario en el que los veteranos granuejaban, mientras los jóvenes completaban con inusitada premura el rito de la preparación. Linimentos, vendajes, mucha vaselina "en codos y rodillas que la gravilla del campo es jodida"... Pasados unos minutos, emprendíamos marcha hacia el improvisado Twickenham en este madrugador sábado.
picture

Estremera

Fuente de la imagen: Eurosport

Y entonces ocurrió. Un último pasillo condujo al equipo a una zona a campo abierto donde avistamos a los rivales a los lejos. Llegábamos cambiados, con nuestras camisetas, las medias altas, los tacos de las botas castañeando sobre el asfalto. Ellos esperaban al fondo, apenas a medio centenar de metros. Desperdigados, aún sin cambiar, las sudaderas con capucha de colores oscuros predominaban. Por un momento me sentí ridículo, ‘disfrazado' de jugador de rugby en el patio de una prisión ante unos tipos que se disponían a liberar toneladas de adrenalina contra nosotros. Si pensarlo no era reconfortante, menos lo era el panorama que me rodeaba. Miré las caras de mis compañeros y admito que me preocupé. Silencio sepulcral. Algún rostro desencajado, caras blancas... El primer impacto había sido demoledor. O recuperábamos a la tropa o aquello pintaba mal.
Los veteranos, en un ejercicio casi de responsabilidad, avanzamos siguiendo al funcionario hasta la zona en la que estaban ellos. Algún lánguido 'hola' de un compañero se quedó sin respuesta, más allá de un par de miradas metálicas. No conozco un arma más letal que una mirada. Ellos ya estaban jugando. Me parecieron descomunales. Cráneos rasurados, espaldas inabarcables. Todos parecían delanteros. Tras la primera ojeada habría dicho que ninguno estaba por debajo de los 100 kilos. Incluso podría haber dicho que ni por debajo de los 200... Enfilamos el camino del campo, que se escondía tras un recodo a la izquierda. Si el contacto visual con el rival resultó desalentador, el descubrimiento del campo resultó sobrecogedor.
picture

Estremera

Fuente de la imagen: Eurosport

Un campo de gravilla, lo esperado, encajonado entre unos muros de 8 a 10 metros de alto. Lo alarmante es que la línea lateral distaba apenas un metro del muro. "Los alas no juegan", señaló alguien por el evidente riesgo a terminar estampados contra la tapia. En ese momento los veteranos cruzamos miradas. Panorama jodido. El partido iba a ser más físico de lo esperado. Las dimensiones del campo nos obligaban a cargar por el centro, a trabajar el eje ante un equipo de dimensiones más que considerables. Restaba una hora y había que elevar la moral de la tropa. Ellos habían desaparecido de nuestro campo visual, entrando al vestuario, cuando comenzamos a calentar dando un par de vueltas al patio de la prisión. Filas prietas. "Hemos venido a jugar al rugby. Es nuestro partido de Liga de esta semana", apuntó un experimentado segunda línea. Subía la intensidad el capitán: "Me da igual si son reclusos o cantantes de copla. Son 15 como nosotros y juegan al mismo deporte". El partido anímico...
Después de las carreras llegaban los estiramientos, con especial insistencia en el cuello y los hombros, pues se mascullaba una batalla con mucho contacto. El rival saltó al campo. Segundos antes de iniciar el partido, nos reunimos en círculo y el entrenador tomó la palabra: "Miraos a los ojos. Hoy el rival somos nosotros mismos. Nosotros. Salgamos a jugar al rugby. Y placar, placar, placar...". Fue lo último que escuchamos antes de la estampida.
picture

Estremera

Fuente de la imagen: Eurosport

Lo que vino después fue complicado. Su delantera era más dura aún de lo que aparentaba. Su capitán bramaba órdenes y pedía le pelota en cada jugada para lanzarse de cabeza al intervalo arrasando con todo lo que se encontraba en el camino. Sus terceras líneas, de notable acento rumano, eran de hierro forjado. Y el zaguero, un nigeriano llegado del fútbol, era una roca a la que había que placar hasta tres veces en la misma jugada para llevarlo al suelo. Los primeros contactos fueron contundentes, casi crueles. Estallidos de testosterona que laminaban nuestras cortinas defensivas. Ellos se jugaban la vida, nosotros un partido. Sus dos primeros ensayos mermaron la moral de la tropa, pero a medida que el partido avanzaba nuestros pulmones contrarrestaban sus músculos. Era el momento de que los veteranos asumieran los galones y con oficio y coraje se fue equilibrando el combate en las abiertas, lo que fue animando a los jóvenes.
El descanso sirvió para dos cosas: la primera, para hacer un recuento de bajas por la exigencia física de la batalla. La segunda, decirnos un par de verdades a las cara. “Estos tíos están dando la vida en cada balón y esperan lo mismo de nosotros. Merecen que la demos, aunque sea por honrar su esfuerzo”, advirtió el entrenador. Un pilier duro como el granito de esos que se forjan en las profundidades de las melés. No hubo más que decir.
picture

Estremera

Fuente de la imagen: Eurosport

El equipo saltó convencido pese a las sensibles bajas. Cada balón en el que uno se lanzaba a ganar la línea de ventaja, era una suerte de suicidio. Acababa estampado contra dos o tres rivales que acudían al placaje con ferocidad. Los rucks eran duros y no estrictamente reglamentarios. Pero había tanta nobleza por parte de los adversarios como dureza. Los reclusos buscaban imponer su superioridad física y nosotros, que teníamos que hacernos respetar, aguantábamos el desafío con bravura. El partido se jugaba en un pasillo, descartados los amurallados costados, por lo que el atasco por el eje era notable. Un par de posados subieron la moral del equipo.
Cuando el árbitro indicó el final, las camisetas estaban salpicadas de sangre, sudor y respeto. Mucho respeto. El de ellos hacia nuestra tenacidad física, pese a su superioridad, y el nuestro hacia su nobleza y honorabilidad. No hubo un mal gesto ni una mala palabra. Cada cuenta pendiente, que las hubo, se resolvió con balón por medio. Las lesiones más graves tenían que ver con el orgullo de cada cual. El pasillo se conformó rápidamente y las miradas desafiantes se tornaron en complicidad y agradecimientos. Se improvisó un merecido tercer tiempo con naturalidad. Fue el momento en que mostraron su lado más humano.
"Llevamos un mes trabajando con este partido en la cabeza. Nos ayuda a superar la rutina del día a día", advertía un duro centro que me regaló un par de corbatas perfectamente anudadas al cuello. "El rugby ha hecho mucho bien a todos aquí. Antes cada uno miraba por sí mismo y ahora hay camaradería y comprendemos que es importante trabajar para que un compañero pueda conseguir un ensayo", apuntaba el zaguero africano, quien demostró tener nivel para jugar al rugby con ciertas aspiraciones. Días después supimos que el rugby podía abrirle una nueva oportunidad en su vida.
Durante una hora y media los reclusos aparcaron sus condenas (algunas largas, como conocimos luego) para convertirse en rugbiers como nosotros. En un entorno tan individualista como la cárcel, el rugby había logrado implantar el sentido colectivo de este deporte en un grupo de reclusos que habían trasladado esa camaradería a su día a días más allá del campo. Un sentido de pertenencia al grupo que es reconocido por el resto de reclusos. “Aquí en Estremera todos los reclusos saben quienes somos los del Madiba. Los del rugby…". Nadie lo habría expresado mejor: "Los del rugby...".
Únete a Más de 3 millones de usuarios en la app
Mantente al día con las últimas noticias, resultados y deportes en directo
Descargar
Temas relacionados
Compartir este artículo
Anuncio
Anuncio