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La enfermiza resistencia a lo nuevo

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PorEurosport

Actualizado 18/05/2018 a las 00:45 GMT+2

Gonzalo Vázquez

Michael Jordan, Kobe Bryant, Wilt Chamberlain

Fuente de la imagen: Other Agency

Durante toda su carrera, cuando los números no alcanzaban la patológica profundidad de hoy, Wilt Chamberlain hubo de sufrir el desprecio de la crítica, que le contemplaba como un dominador inútil, un ganador de batallas pero no de la guerra. A su retirada en 1973, con sus facultades intactas, Chamberlain esgrimía una defensa pueril y veraz: “Nadie quiere al gigante”.
No pasaría un lustro antes de que el mismísimo Abdul-Jabbar, que ya contaba un anillo, saborease la ingrata sensación de recibir su quinto MVP a la vez que feroces reproches por despedir la temporada con un 0-4 a manos de los Blazers de Walton.
Entrados los años ochenta, luego de que Rick Barry dejara libre un inmenso hueco de aversión pública, el legendario Bill Russell denunciaba la total ausencia de fundamentos en las estrellas NBA de entonces, abanderada por figuras como Larry Bird, Magic Johnson, George Gervin, Julius Erving, Alex English o Moses Malone. Lo decía Bill Russell, cuyo vacío en la mano derecha lo iría llenando durante doce años un sucesivo elenco de jugadores con los que edificar la mayor dinastía en la historia del deporte americano.
A la irrupción de Michael Jordan, una parte del gran público que ya sabía del título universitario y olímpico, se resistía a aceptar la magia atlética del jovencito como si fuera una copia inadmisible del más grande en esas artes, Julius Erving, a quien por lo visto nadie debía atreverse a superar. De hecho el germen de la ojeriza a Jordan por parte de Isiah Thomas se gestó durante el concurso de mates de 1985. Como espectador Thomas no soportó nada bien la excelencia desnuda del joven Michael colmando la pantalla, que para colmo atropellaba a una víctima de su memora sagrada: un Dr J aún de corto a los 35 años. Thomas padeció entonces esa visión doble según la cual la superioridad equivale a arrogancia y el dominio a prepotencia.
Cuando Jordan hizo del aire y la anotación un doble trono incontestable, la reprobación pasó al mismo escalón de Chamberlain: “No hace ganar al equipo” (sin preguntarse si acaso lo había). Durante siete largos años Jordan hubo de sufrir una intensa desaprobación no ya de su juego, sino de las presuntas consecuencias que de él era obligatorio derivar. Y que los grandes en su ocaso, Johnson y Bird, lo elogiaran abiertamente no reducía la intensidad de la cruzada. Incluso al primer anillo de 1991 era posible encontrar alguna línea propensa a disminuir la gloria de Chicago por la merma de unos Lakers que terminaron sin Worthy ni Scott.
Seis años después aquellas voces se habían desvanecido bajo el aplauso universal. Como si nada hubiera pasado ni ellos dicho.
Estaba escrito que el siguiente condenado sería Kobe Bryant, sin el cual la trilogía angelina, pese al dominio de Shaq, no habría sido posible. Más tarde autor de exhibiciones anotadoras en la era de mayor dificultad para ello Bryant sería objeto del ciego mantra de “no mejorar a los suyos”. Incluso la conquista de otros dos anillos, ahora sí como primer espada, no terminó de laminar la aprobación pública.
Bryant padecía igual sorda culpa que el joven Jordan, cuya alargada figura ha perseguido su carrera como una sombra, un efecto multiplicado por el asombroso paralelismo técnico entre ambos.
A los 34 años Kobe ha tenido que romperse, caer derribado por una tragedia de tintes épicos y hacer asomar el adiós para, de pronto, ganarse la indulgencia –casi a regañadientes– de quienes le negaron el pan durante años.
En la deplorable historia de la infamia estaba igualmente escrito que Bryant cedería el testigo de la intolerancia emocional a LeBron James. La era del odio ha templado por razones obvias. Pero ni hay ni habrá acuerdo que acerque posturas extremas.
Como vemos, la historia da sucesivas muestras de resistencia a lo nuevo, tanto más si resulta excelente, un fenómeno sobre el que apenas se ha reparado y que se explica a través del nocivo influjo que ejercen sobre el futuro los más grandes jugadores, los jugadores verdaderamente ejemplares, aquellos nacidos para inscribir su nombre con letras de oro en alguna de las sucesivas épocas que van jalonando la Historia.
Y merece la pena hincar el diente a una psicología tan tierna que, más que al rechazo, mueve a la compasión. Es como si una parte del público no quisiera que nada ni nadie vinieran a cuestionar lo más mínimo sus objetos de adoración, a erosionar los monumentos de su memoria, sospechosamente coincidentes con los años de infancia o juventud.
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BASKET Miami - LeBron James

Fuente de la imagen: Panoramic

Entre la pereza y la cobardía temen el empuje de lo nuevo. Que lo no sido venga a desplazar lo que se ha instalado en su espectro mental como un dogma intocable, el más blindado de los cuales asegura que “jamás habrá nadie mejor que Jordan”, tal y como reza su estatua.
Esta psicología fósil no alcanza a percibir las graves secuelas derivadas del portazo.
“Uno de los errores más perversos de nuestro tiempo ha instalado a Jordan en el baloncesto como al mono en la evolución del hombre. Como si cada nuevo destacado ejemplar de similar estatura hubiera de descender directamente de él. Como si toda nueva promesa en esa misma posición no pudiera abrir un espacio reservado y completamente a salvo del mito” (El Führer Negro, 2009). En aquella discreta columnita se denunciaba algo muy sencillo. Aunque Michael Jordan simbolice el referente más alto que haya podido dar el juego –en términos netamente individuales– no puede ni debe ser la medida de todas las cosas.
Igual que el cine o la música respetan su diversidad cronológica así el deporte debiera eludir esa perversión sedentaria que se empeña en dar carpetazo a la joven historia del baloncesto, que rechaza rotundamente la diversión del presente y la posibilidad del futuro haciendo creer que los mejores jugadores no habrán de ser más que derivaciones menores de sus precedentes, como si no existieran modelos nuevos por descubrir.
Desde una perspectiva sociológica, pocas razones más poderosas que la excelencia para despertar recelo. A menudo la cuota de hostilidad es un magnífico indicador de que estamos, en efecto, ante un grande. Ocurre igualmente en otros deportes que también replican un proceso muy curioso: a la fase de favorable asombro inicial sucede otra, más espesa y prolongada, que pone freno a la primera empatía y, en los peores casos, se muestra en abierta oposición. En ese momento sabremos que el objeto de ira está en condiciones de derribar el pasado. Que de hecho ha iniciado la demolición.
Cuando este fenómeno cíclico que la era digital ha ampliado a escala universal se extiende a los jugadores retirados la sensación es incluso más desoladora, tal y como se desprende de aquella boutade de Russell o de casos más recientes.
En 2010 Michael Jordan declaraba que en la NBA actual, que él supone menos física donde debería decir menos violenta, podría haber anotado 100 puntos. Con motivo del 50 cumpleaños del mito el pasado mes de febrero Tim Grover, su mago y preparador, aseguraba que Jordan, con medio siglo a sus espaldas, podría promediar 20 puntos hoy día. Promediar, recordemos, equivale a hacerlo durante 82, 90 o más de 100 partidos anuales.
A principios de mes Dennis Rodman aseguraba que LeBron James habría sido un jugador cualquiera de caer en los últimos ochenta y primeros noventa. No reparaba en la posibilidad de que inocular a James o Shaq en una época tan hermosa como escuálida –la inflación muscular se dispara a mitad de los noventa– habría equivalido a una violación semental en plena pista.
En el fondo también aquí predomina otra dramática negación de la realidad que pretende sacar la cabeza a flote en un tiempo que ya no es suyo, rescatar protagonismo, disimular un berrinche, suplicar un respeto que nadie había faltado a través de un patético: “Yo dominé en un escenario más difícil”. Una sobra que la nostalgia pública admite con igual infantilismo: “Yo lo disfruté, yo también fui protagonista, no hay nada mejor que aquello”. O sea, nada mejor que mi juventud (perdida).
Cuando los argumentos se agotan, cuando la realidad aplasta la pobreza del prejuicio de estos cronoinválidos, reaccionarios a voluntad, asoman a la desesperada recursos etéreos como la censura estética, la clase y hasta el carisma. No es ya que esas analogías puedan o no ser posibles, que de hecho lo son. Es que se arrogan la facultad de decidir quién sí y quién no, esto es, de repartir en el infinitamente renovable orbe deportivo carnés de estética, clase y carisma.
Esta enfermiza hostilidad al presente, a cuantos bienes va donando lo mejor del infinito yacimiento del deporte mundial, encierra en el fondo la poética y patética renuncia al paso del tiempo que precisa, para mayor deshonra, de mutuo consuelo en la masa.
Nada de esto guarda estricta relación con la lógica y sanguínea filiación a unos colores. Ni con el respetable espacio reservado a la crítica, un género más delicado, complejo e infrecuente de lo que se presume. Esto es otra cosa. Acaso la más baja y menos edificante de cuantas el deporte permite disfrutar.
Porque mientras se objeta, mientras se atraganta, mientras se duele, la historia acontece. Y esa ya no vuelve a pasar. Parece mentira que siga sin admitirse una verdad tan simple.
De ahí el absurdo más cruel de todos, el que terminará transformando algún día la intolerancia emocional en memoria sentimental al momento de la retirada, tal y como hipócritamente replica la sociedad con los fallecidos que no disfrutaron del menor elogio en vida. Los detractores del presente no han caído en la cuenta de que les tocará, inesperadamente algún día, defender aquello que desdeñaron ignorando por qué lo hacían.
El hechizo por el pasado merece todo respeto. El desprecio por el presente por el mero hecho de no ser pasado, todo desprecio. Unamuno lo expresó con la sencillez de las grandes verdades: "No sabemos gozar del momento que pasa”.
Por fortuna la realidad se impone a estas miserias como el desierto a sus granos.
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(Artículo publicado por Gonzalo Vázquez el 25 de junio de 2013)
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