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Riqueza y miseria

Eurosport
PorEurosport

Publicado 19/05/2008 a las 13:00 GMT+2

Gonzalo Vázquez profundiza en el delicado momento de LeBron James después de caer contra los Celtics en una de las series de playoffs más duras y corrosivas de las últimas décadas en la NBA.

LeBron James no puede ir contra la Historia. Si alguna lección se han empeñado en demostrar los 62 años que contemplan a la NBA es la ficticia batalla que emprendieron todos los grandes jugadores que estuvieron solos o parecían dispuestos a estarlo. De Maravich a Gervin, de Iverson a Bryant, de Jordan a James, todos y cada uno de los mejores estiletes ofensivos que ha dado este juego fracasaron en sus intentos de alcanzar la cima a solas.
Ninguno de ellos fue culpable. Pero todos en distinta medida consumieron no pocos años de carrera en chocar una y otra vez contra el muro colectivo que cada nueva edición se reproducía en algún sitio. Ésta es la lección y tal vez la única matemática del Baloncesto. Tan válida para 1962 como lo es para 2008 y como con seguridad lo será en 2030.
Hasta el peaje de Boston, LeBron James no había conocido en sus cinco años de carrera una temporada inferior a la precedente. Su meteórico ascenso parecía imparable. Pero se ha de reconocer: el año pasado el milagro de una noche puso todo a favor para liquidar al equipo que gramo por gramo, jugador por jugador, mayor entidad parecía acreditar para ocupar el trono del Este y presentarse como rival a unas Finales. En el fondo, y por lo que ocurrió después, fue un empujón a las puertas de la historia de un joven de 22 años que estaba reclamando su sitio en la élite. Pero lo hacía –ahora lo sabemos– demasiado pronto, a golpes y por su cuenta y riesgo.
Contra las recurrentes lecturas de brocha gorda Jordan y James no son parejos. Como jugadores difieren lo que una estilizada modelo de Vittorio&Luccino a una portada de Playboy. Ambas son bellas, pero una carga un exceso que no puede esconder ni controlar. Sin embargo el primer tercio de la carrera de James remonta con exactitud al que hubo de atravesar el mito de Brooklyn. Hasta cuenta ya con ese particular calvario de agresores del que sólo los más grandes supieron. Por su bien debería ser ésta la única comparativa posible.
El perfil técnico de LeBron James corre un serio peligro. La carrera de ese semental como no había conocido este deporte ha ocultado una dolencia que, de no encontrar solución, podría afectar muy seriamente a su futuro. Cuando James contaba con 16 años la principal virtud de su juego, allá donde los clínicos observaban un mayor potencial, era en su lectura de juego, la aparente visibilidad de todo movimiento en pista y el prodigioso genio de sus manos para el pase ilimitado. Pero al mismo tiempo ocurría que era demasiado bueno en su solitaria relación con el aro. Ocurría que no había forma de impedir su trayecto hacia los dos puntos. Los más escépticos insinuaron el ocaso de sus poderes al choque con los profesionales. Se equivocaban. Pero hacerlo tan sólo en ese punto contribuyó a que LeBron siguiera robusteciendo el cuerpo hasta romper su molde y empeñarse en hacer de ello su casi única ventaja. Así gradualmente fue olvidando, he aquí el hecho crucial, el resto de sus virtudes, la principal de las cuales residía en su posibilidad de convertirse en un apasionante motor de juego.
Cómo negar que hasta cierto punto lo es. Pero a día de hoy lo es demasiado artificial y ocasionalmente. Tanto está asumiendo ser a la vez falso base y alero, pasador y receptor, hacedor y anotador, principio y fin, que corre el serio riesgo de caer atrapado y engañado por sus propias expectativas. A estas alturas el mejor LeBron James no es más que la terrible aberración que supone que todo, absolutamente todo, haya dependido tanto de él desde el primer día. De algún modo urge poner freno a todo esto.
El problema no es tan sólo suyo. Desde su llegada a la liga James no ha contado a su alrededor con finalizadores. Con ese tipo de jugadores que cruzan la pista y la pintura a igual velocidad que el pase que aguardan. James no cuenta a su lado con Worthy o Scott, con Pippen o Carter, con Montae, Odom o Chandler. No se trata de nombres. Se trata de disponer de algún compañero, al menos uno solo, que para anotar tras recepción tan sólo precise de sus propios pasos en carrera o de una economía de manos como la que sugieren Martin, Gordon o Hamilton. Es impensable que James pueda enviar un simple 'alley oop'. Porque no hay atletismo a su alrededor. Hay tiradores inertes (Gibson, Wally, Pavlovic, Jones) y fajadores puros (Varejao, Wallace, Smith). Hay un completo de jugadores de rendimiento admirable. Pero no hay receptores terminales a los que enviar, de cuando en cuando, algún obús que antoje diana en menos de un segundo.
Lejos de ser ociosa, la carencia está resultando crítica. Ha contribuido a erosionar los poderes que condujeron a referirlo como 'The Chosen One' hasta casi sepultarlos. Quien haya seguido con relativa precisión estos cinco años de James habrá asistido a decenas de pases decisivos, terminales o de canasta, que remiten a su asombrosa facilidad para el juego proyectivo. Pero la realidad cotidiana no cabe en las píldoras de Youtube. Su potencial de pase, cuando no aparece reiterado en los envíos al compañero abierto al triple, lo hace de manera aislada, demasiado excepcional y de costumbre tras situaciones en las que el receptor quedaba bajo el aro sin apenas despegarse de su par. Y hasta la fecha, la historia no ha dado directores ni pasadores que no cuenten con poderosas razones para serlo.
Resulta algo paradójico que un jugador cuyo principal combustible sea el espacio abierto esté desarrollando su carrera en un equipo con tan profunda inclinación al juego estático. Sugerir la idea de 'fast break' en los Cavaliers arranca y termina en las manos de James. Thibodeau sabía perfectamente que anulando sus pasillos de velocidad lo hacía con los Cavs al completo. Obrado el primer logro –que evitaba además el agotamiento de los suyos– todo quedaba concentrado en una pequeña porción de pista donde el trabajo de pizarra mejor funciona. Una vez allá adentro los Celtics atrincheraron la pintura en dos líneas: la saliente al perímetro y los aledaños del aro. Dos líneas que al menor movimiento se cerraban como una pestaña. Cuando pudimos ver la inequívova estadística de que James había anotado tan sólo dos puntos en cinco partidos entre los 11 y 16 pies la mitad del trabajo verde estaba consumada.
Con los traspasos parecía que los Cavs daban un salto de calidad. Pero, ¿hasta qué punto la dirección de ese salto era la correcta? Porque disponían de Gibson. Y vino Wally. Disponían de Ilgauskas y Varejao. Y vinieron Wallace y Smith. Salvo el dignísimo Delonte West, a la postre irrelevante, llegaron al equipo réplicas de lo ya habido. Réplicas que han ralentizado aún más el ritmo y el juego donde el joven discípulo de Popovich, Mike Brown, pretende remontar a los Spurs olvidando que la principal clave de la dinastía texana, además de Duncan, reside en la extremada calidad de pase de todo el conjunto que da como resultado un aparente juego de memoria, inequívoco signo de los equipos campeones.
LeBron ha sufrido su primer tropiezo reseñable. Ha demostrado en esta serie por qué sus 23 años no sólo le favorecen. Sucumbió inicialmente al miedo escénico como lo hizo ante San Antonio y para cuando despertó se encontró en medio de un séptimo partido imaginando que podía repetir su gesta del Palace. Fue como si lo estuviera gritando. Hubo una ruptura palpable con su entorno. Y precisamente en sus 45 puntos, como si hubieran sido 60, quedó retratada su riqueza y miseria a partes iguales.
Ningún equipo concentró mayor arsenal defensivo sobre un jugador de 23 años en la historia de la NBA. Pero pobre lectura sería si ello apuntara un tanto más en el 23 de los Cavs. Porque los Celtics no han desvanecido a James. Lo habrían hecho con cualquier empeño de anotador solitario.
Para el espectador medio la serie entre Celtics y Cavaliers resultó fea sin mayores matices. Una lectura más clínica, en cambio, contempló por momentos tales magnitudes defensivas en ambos bloques que no era descabellado concebir a cualquier representante del señorito Oeste aplastado de inmediato por semejante tonelaje táctico. No debería sorprender la propuesta. Es muy cercano el precedente. Las Finales de ese mismo lado en 2004, un canto a la asfixia del juego, dieron con un superviviente, Detroit, que al escapar de los barrotes de Indiana comprobó para su sorpresa que no había rival en el otro lado, de un aburguesado sospechoso. Aquello, contrariamente a lo que la historia indica, no fue un fracaso de los Lakers. Fue la victoria absoluta del denostado Este que en unas semanas formulará una nueva y decisiva apuesta. Y los Celtics son ahora el mejor representante posible.
(Artículo publicado por Gonzalo Vázquez el 19 de mayo de 2008)
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