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Blog Uría: Altarejos

Rubén Uría

Actualizado 14/12/2015 a las 23:34 GMT+1

A Fernando, cuerpo menudo y corazón gigante, no le gustaba el fútbol, le gustaba el Atleti. Para él, era una droga dura. Era un yonqui de Simeone.

Los jugadores del Atlético de Madrid celebrando un gol ante el Athletic con miembros del banquillo

Fuente de la imagen: EFE

Un adicto a Gabi. De haber sido árbol, habría sido un madroño. Y de haberse reencarnado en un animal, habría escogido el oso. Suele decirse que el fútbol es la cosa más importante de las pequeñas cosas. Para Fernando, atlético hasta mucho más allá de la médula, el fútbol era sólo la excusa para vivir enganchado a su máquina de proporcionar felicidad: su Aleti. Él no vivía pendiente del Atlético. Su vida era el Atlético. Hamburgo, Bucarest o Lisboa. El orden de las ciudades no alteraba el producto. En lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza. El amor entre Fernando y el Atlético era eterno. Era una pasión diaria. Solía llamar por teléfono bien entrada la tarde y a veces, si lo consideraba urgente, de madrugada: “Si el Atleti no existiera, habría que inventarlo. A ver ¿qué sentido tendría esta vida sin esa camiseta?”. Solía escaparse una vez al mes, con permiso de su señora o sin él, para presumir de entrenador y de herencia: “Simeone es el mejor del mundo, menudo equipo va a poder ver mi hijo, Rubén, este año ganamos la Copa de Europa”. Y siempre, apoyado en la barra del Treze, rodeado de amigos y cómplices, solía guiñar un ojo desde el fondo de la barra: “Uría, qué artículo más bueno has escrito. Verdades como puños que golpean la realidad”. Lo decía con rotundidad y orgullo, mientras se golpeaba el pecho con el puño y movía la cabeza, dando su visto bueno.
Cuando notaba algo raro en su cuerpo pero no sabía que era, lejos de quejarse, buscaba distracción leyendo compulsivamente los artículos de quien esto escribe, estudiándolos, subrayándolos y hasta haciendo anotaciones para que su padre los leyese y pudiese disfruta los textos tanto como solía hacer él. “Verdades como puños que golpean la realidad”, decía. Cuando se pasó meses yendo a urgencias porque le dolía hasta el alma, escogió la discreción y envió un mensaje a los pocos que conocían su situación: “Este año ganamos la Liga, lo demás no importa”. Cuando ya no pudo caminar y fue ingresado en un hospital, siendo consciente de que estaba jugando el único partido que no podía ganar, siguió viendo los partidos de su Atleti a través de un teléfono móvil. Cuando ya no podía ni sujetar el teléfono, porque había perdido abundante masa muscular y estaba demasiado débil, no se acostaba sin ver los resúmenes para saber que, al menos, había visto lo mejor de su equipo. Cuando su fin era cuestión de horas, cuando Gabi, el capitán del Atlético, se interesó por su estado de salud y cuando sus amigos conocieron los detalles de la avanzada enfermedad de Fernando, él siguió pensando en rojo y blanco: partido a partido. Y el día que dejó de hablar, justo antes de su fuerza se apagase, preguntó con dificultad: “¿Quién ha marcado el segundo del Atleti?”. Su padre, con los rojos resecos, le dijo que había sido Griezmann. Su Atlético había ganado y era colíder, con cinco puntos sobre el Madrid, que había perdido. Así que, cuando cerró los ojos, cuando dejó este mundo, Fernando se fue dejando a su equipo en lo más alto.
Fernando Altarejos, un pequeño gran hombre, deja un vacío del tamaño del Vicente Calderón entre los que le conocieron, quisieron y respetaron. Deja una esposa maravillosa, un niño de cuatro años y un padre ejemplar, atlético hasta las cachas, de mirada limpia. Se ha ido un documentalista notable, un atlético sobresaliente y una persona matrícula de honor. Un amigo entrañable, vehemente y puro nervio. De los que, como reza el himno de su Atleti, derrochan coraje y corazón. Un hombre sin enemigos, noble y cercano. De los que, de haber sabido mentir, les habría ido mejor en la vida. De los que, por decir siempre la verdad, se metió en algún lío. De los que, como el corazón le salía por la boca, daban ganas de abrazar a cada instante. De los que vivían la vida enganchados a una pasión inexplicable, su Atleti. De los que vivió y murió fiel a su única religión, su equipo del alma. Descansa en paz, amigo.
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