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Blog Uría: El Barça aprende a conjugar el verbo sufrir

Rubén Uría

Publicado 23/05/2016 a las 01:55 GMT+2

El Barça más sufrido firmó un doblete., abrazado a Iniesta y Piqué. Colecciona títulos como Rockefeller centavos, alargando la hernia crónica de los profetas del fin de ciclo.

Barça, campeón de Copa del Rey

Fuente de la imagen: AFP

Si el fútbol es la cosa más importante dentro de las cosas menos importantes, existen partidos en los que este deporte, grande e indescifrable, emocionante y atroz, traspasa la piel. Esta final fue todo piel. El Barça, acostumbrado a ganar desde la estética y el buen gusto, conquistó el título de manera sufrida. La Copa del Calderón fue el triunfo del Barça más contracultural que sus hinchas recuerdan: fue la viva imagen de un equipo con espíritu de sacrificio, intensidad y rebeldía ante la derrota. Con menos violín que siempre y más mono de trabajo que nunca, el Barça ofreció su versión más épica para superar a un gran Sevilla, que se presentó en el duelo al sol con su vis más fiera. Fiel a su estilo, el orfeón de Emery, espoleado por su carácter guerrillero y su gusto por los partidos escarpados y angostos, combatió con todo al Barça. Le planteó un partido áspero, ordenado, con repliegue intensivo, Banega como brújula, Iborra como prolongación y Gameiro como amenaza. El estilo reconocible de un equipo de genética de acero, capaz de ganar a cualquier ogro del fútbol europeo, porque este Sevilla ya no es un cualquiera, es otro peso pesado continental. Incómodo, previsible y sin profundidad, el Barça comenzó a sufrir. Y cual gota malaya, el Sevilla descorchó el área enemiga. Una, dos y hasta tres balas silbaron cerca de Ter Stegen. El Sevilla, que no presume de tener ese amigo de cualquiera que se llama cartera, con menos dinero que muchos y más ilusión que todos, estaba sometiendo al Barça de las estrellas. Superior a los puntos, tan cerca del gol como del doblete, el sevillismo vio cielo abierto cuando Mascherano vio la roja. En pleno festival de ardor guerrero hispalense, el Barça sufría los rigores de jugar en inferioridad y se condenaba, vivir para ver, a jugar contra su propia naturaleza: replegando y sufriendo. Sí, amigos, también es fútbol.
En el segundo acto, mientras el Sevilla seguía encendido, al Barça le explotó en la cara la Ley de Murphy. Con uno menos y después de sacar del campo a Rakitic, Suárez se rompía y pedía el cambio. Un escalofrío recorrió la espina dorsal del barcelonismo. Luisito lloraba amargamente y sin consuelo. Mal día para dejar de fumar. Ahí, en ese punto, en la adversidad, resurgió el carácter del Barça. Su corazón. Ese que en demasiadas ocasiones suele ser el tamaño de un guisante y que, para ganar esta final, debía ser del tamaño de una sandía. El Sevilla, de más a menos, intentaba talar el árbol catalán. Sin ideas, con más empujones que puntería, pero con insistencia. La delantera de Nervión estaba tan caliente que en el área catalana se podía freír un huevo. Encastillado, replegado, vistiendo piel de cholismo, el Barça se empapó en sudor, resdescubriendo que defender no es pecado cuando estás al borde del precipicio. Asediado por tierra, mar y aire, el Barça no rindió su plaza gracias a Piqué, que se negó a caer y convertido en coloso de Rodas, ofreció un clinic defensivo: antiaéreo, zapador, cabo furriel o general acorralado, sostuvo al Barça, que hacía equilibrios para no caer. Al calor de Gerard se prendió la fogata de fútbol puro, incandescente, de Andrés Iniesta, el pequeño gran hombre, que en su enésima exhibición, hizo suya la Copa. Protegió cada pelota como si fueran diamantes, las ofreció como si fueran tesoros, dejó un reguero de regates imposibles y condujo a su equipo hacia la victoria protagonizando un himno al fútbol.
Mejor con diez que con once, con el orgullo prendido en la camiseta, el Barça no sólo logró aplacar la avalancha sevillista, sino que metió el miedo en el cuerpo a Emery. Cuando Banega se fue a la calle por una patada sobre Neymar, la inercia de uno y otro equipo acabó por ser definitiva. El Sevilla no podía más. El Barça, sí. Messi, que en las finales es tan peligroso como las mujeres bellas en Sicilia, encontró una pelota suelta, tuvo un segundo para pensar, armó la pierna y descargó una maravilla al costado, que Jordi Alba después de una cabalgada meteórica, vacunó en forma de gol. Alivio culé, desesperación palangana. Como la grandeza de este Sevilla obliga a matarle dos veces, el Barça se puso a la tarea. Consciente de que había padecido un sufrimiento extremo y aguantado una hora larga en inferioridad, el Barça roció el área enemiga con sus últimos gramos de fuerza. Sergio Rico, gigantesco, repelió un cabezazo de Piqué y de propina, un misil de Alves. La Copa se acercaba a Canaletas. La prórroga parecía eterna cuando Messi protagonizó la metáfora ideal de la victoria azugrana: el crack argentino se castigó con un sprint terrible de 40 metros para perseguir, como una furia poseída, al polaco Krychowiak. Pico y pala, el Barça crecía. Así que, en la recta final de una final homérica, con ambos equipos al límite y con los aficionados tan acalambrados como los futbolistas, volvió a aparecer Messi. Mitad David Copperfield y mitad Houdini, unas veces mago y otras escapista, el diez levantó la vista, diseñó un pase de museo y dejó a Neymar mano a mano con Rico. El brasileño la mandó a guardar y la afición azugrana festejó por todo lo alto un doblete tan sufrido como justo y meritorio.
El Sevilla, que perdonó y pagó, que tuvo tanta grandeza como falta de ideas, que tuvo la final ganada y la perdió precisamente por recrearse en un escenario que le era propicio, cayó, a plomo, pero con grandeza. Con la certeza de que es un magnífico equipo, que tiene más motivos para el orgullo que para las lágrimas. Con la seguridad de que su futuro seguirá siendo grande, porque responde a una ecuación de equilibrismo presupuestario, buen ojo en los despachos y ambición en el césped. El Barça, que redescubrió que no sólo se gana con clase, sino también con las vísceras, esculpió un doblete histórico. Otro para una generación irrepetible que sigue coleccionando títulos, como Rockefeller centavos en su bolsillo, alargando la hernia crónica de los falsos profetas del fin de ciclo. Ya son 27 títulos en 10 años. Muchos los levantó con fútbol esteta y de precisión coreográfico. Este lo cocinó a fuego lento, desde el sufrimiento, siendo un monumento al sudor. Y en noches como esta, después de degustar un triunfo costoso y a la tremenda, con tanta carga épica, algunos han descubierto que estas victorias incluso saben mejor.
Rubén Uría / Eurosport
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