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Blog Uría: En mi humilde opinión

Rubén Uría

Actualizado 09/01/2016 a las 09:35 GMT+1

No hace mucho que un buen periodista, seguramente con razón, me comentó que me paso el día dando lecciones de periodismo.

Dani Alves

Fuente de la imagen: AFP

Yo le comenté que confundía lecciones con opiniones y que no tenía motivos para darse por aludido. Intercambio de opiniones. Y precisamente hoy, es un buen día para escribir aquí unas cuantas. Que no son dogma de fe, ni tendencia, ni pretenden generar debates, ni tienen más valor que otras, que aunque no se compartan son respetadas. Son mis opiniones. Las mías. Las de alguien que se siente un privilegiado por dedicarse a lo que le gusta desde hace años, pero que siente la imperiosa necesidad de contar que, con sus miles de errores y pocos aciertos, corren malos tiempos para el periodismo. Hoy habló alto y claro del estado del periodismo Daniel Alves, jugador del Barcelona que no es santo de la devoción de quien esto escribe. Y como uno prefiere atender al mensaje que a quien lo propaga, ha sido suficiente para tratar aquí el tema, como corresponde. Sostiene Alves que la prensa cada día atiende menos a los detalles del juego y que sus contenidos son malos, para rematar con una frase lapidaria: “Son una puta vergüenza”. Servidor de ustedes reprueba las formas de Alves y aprovecha para especificar que generalizar suele ser bastante injusto. La reacción del Barça como institución ha sido la esperada. Desmarcarse de las formas de sus palabras. Dicho eso, el fondo de la denuncia del brasileño entraña una verdad del tamaño de un templo: el estado de buena parte del periodismo deportivo de nuestro país, en estado comatoso, es bochornoso.
Al grano. El epicentro del Sálvame pelotero que denuncia Alves, que no es una novedad y que ya ha apuntado en anteriores ocasiones, estriba en algo muy simple: a la mayoría de la gente no le gusta el fútbol, le gusta su equipo. Que hablen siempre bien de él. Y que le defiendan siempre, aunque no tenga razón. Y gracias a esa pasión inexplicable, a esa droga dura de los sentimientos entrelazados a un escudo o una bandera, las empresas han enclavado sus exigencias, fomentando un periodismo militante, cuya primera aspiración es la audiencia y cuyo única bandera es hacer lo decir lo que sea con tal de multiplicarla. Sí es verdad, perfecto. Si es mentira, también. En ese nicho ha germinado y se ha reproducido, como un hongo venenoso, una vertiente de periodismo deportivo que saca pecho por imitar a la prensa rosa, al punto de ser un sucedáneo de Sálvame. Cebos, titulares, músicas, show y una fórmula imbatible: la creación de personajes recalcitrantes, que generan adhesiones y odios, con el fin de fidelizar audiencia y reventar el “share”. Nunca hubo un periodismo objetivo, es cierto. Pero, al menos, siempre debería existir uno honesto. Uno cuya razón de ser no sea el desprecio continuo, y que no haga bandera de la causa infecta de derribar o difamar a un equipo concreto, sea el que fuere, en aras de la audiencia. Bastaría con eso.
Salvo honrosas excepciones, entre todos, unos por acción y otros por omisión, hemos derivado en una industria maximalista, donde sólo dos importan y el resto es morralla, donde el poder, lejos de ser cuestionado, es jaleado y donde la actitud imperante y predominante pasa por ser pelota con el poderoso y rastrero con el débil. Es posible que sea periodismo, pero ¿es honesto? En líneas generales – error, queda habilitado el teléfono de aludidos-, el periodismo actual tiene piel fina cuando escucha el nivel de su gremio y de elefante para denunciar la pérdida de valores de los demás, sean clubes, ejecutivos, entrenadores, jugadores e incluso aficiones. Es decir, a este periodismo irreconocible le encanta rebuscar en el contenedor de basura ajeno, pero no le gusta escuchar que forma parte de la misma basura que denuncia.
En mi humilde opinión -que no lección-, el periodismo deportivo lleva años intubado y en fase terminal, y a pesar de los esfuerzos de magníficos periodistas, desdeña la autocrítica, culpa al empedrado y reprocha ahora a Alves, cuando el brasileño ha tenido la valentía de actuar como altavoz de miles de personas, hastiadas de la oferta mediática actual. Gentes que están hartas de contenidos repugnantes y polémicas de todo a cien que hacen vomitar a una cabra. Personas que exigen contenidos de más calidad, respeto por el juego y menos superficialidad. Personas que no tienen dinero para abonarse a un canal de pago y que piden más calidad. Gente a la que no se debe ignorar. Gente que pide menos egos y más cambios. Menos humos y más oído. Lo que queda del periodismo deportivo de este país tiene dos caminos: escuchar las quejas de la gente y hacer autocrítica, o seguir pensando que todo vale y que estamos en la mejor época del periodismo deportivo.
Hay grandes periodistas en este país, por los que uno siente absoluta admiración. Y todavía más por otros que, con menos nombre y por menos dinero, dignifican esta profesión. Para que eso siga así y este oficio no acabe sepultado por su propia miseria, para que sea independiente de verdad y no caiga en formatos de color rosa, el gremio necesita una profunda reflexión. No puede valer todo. Más autocrítica y menos matar al mensajero. Cambiar o no está en la mano de los periodistas. En nuestra honestidad. En la película Rob Roy, el escocés Robert McGregor explica a sus hijos qué es la honestidad y qué es el honor: “Es un regalo que los hombres se hacen a sí mismos. El honor es aquello que nadie puede darte, y nadie puede quitarte”. Convendría que los periodistas nos hiciésemos el regalo de practicar un periodismo con más honor. Uno que aunque no sea objetivo, sea honesto. Uno que no consista en derribar, calumniar e injuriar al enemigo, envueltos en una bandera en aras de la audiencia. Hagamos entre todos un periodismo más honesto. Uno con un honor que nadie nos pueda quitar. Ni siquiera nosotros mismos. Eso es lo que pide Alves. Lo que piden miles de personas. Esa es mi opinión. Que es mía, que nadie tiene por qué compartir. Y que, por supuesto, no es ninguna lección.
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