Blog Uría: Sevilla FC, cuando el corazón protesta

Si en esta final el Sevilla FC cayó muy bajo, es porque todos estos años escaló a lo más alto. Hoy, que muchos reclaman la hoguera, es tiempo de tener cabeza fría.

Sevilla

Fuente de la imagen: Eurosport

Entiendo al sevillista que se dejó el alma y parte de la cartera para acudir a la final de Copa, y que se queja, amargamente, de la humillación que sufrió el equipo. Comprendo a esas generaciones de sevillistas que invirtieron ilusión, esfuerzo y dinero en desplazarse hasta la capital de España y que lamentan, profundamente, la imagen ofrecida por un equipo que presume de que nunca se rinde y que, con toda honestidad, dimitió. Concibo que cientos de sevillistas reprochasen abiertamente a directivos, cuerpo técnico y jugadores por la desastrosa final del Metropolitano, que escoció y desató un ambiente de crispación muy desagradable. Entiendo a esos sevillistas que, impulsados por ese gen ganador que el club redescubrió para su equipo en los últimos lustros, se hayan arrogado la capacidad de criticar con dureza a los protagonistas de una pésima final o incluso a los que se sienten capacitados para, después de tanta gloria, quemar en la hoguera a sus artífices. Lo comprendo.
Asumida esa reacción en caliente, conviene analizar en frío y poner negro sobre blanco. Acostumbrado al caviar, el sevillista no quiere volver a comer mortadela. Exige la excelencia permanente y el homenaje a sus señas de identidad: su camiseta, su escudo y sevillanía. Símbolos sagrados a honrar y respetar. No existe afición programada para ganar que asuma, con naturalidad, la derrota. Y menos una derrota tan abultada. Esta ha descosido al club, abriendo viejas heridas, amenazando con una fractura abierta entre las placas tectónicas de un sevillismo que vive los mejores años de su historia. Sin embargo, sin ánimo de repartir carnés de buenos y malos sevillistas, lo que uno no procesa es que, al calor de una derrota humillante, broten falsos profetas y trovadores que confunden deseos y realidad. Sí, esta campaña no ha sido un crucero de placer. Sí, se han cometido errores. Sí, no se han hecho las cosas tan bien como otras temporadas. Sí, no se puede tapar el sol con un dedo. Ahora bien, lo sorprendente es que algunas fuerzas vivas del Sevilla Fútbol Club, en la mejor época de su dilatada historia, se entreguen a un proceso de autodestrucción salvaje, donde muchos pretenden anteponer la furia a la razón, el reproche a la reflexión y el drama a la realidad.
No puede ser que los que presumían de su Sevilla antes de la final ahora quieran quemar vivos a los que han trabajado, con menos recursos que otros pero más ilusión que todos, para que ese club viviera por encima de sus posibilidades. Es comprensible que se critiquen las decisiones de la dirección deportiva, pero convendría recordar que a Monchi también se le discutió en su día. Es entendible que muchos quisieran hacer ver al personal que echar a Berizzo era saludable para el club, porque siendo impopular para el periodismo nacional, había consenso en el local y además, entre la grada, pero hoy pocos los que tienen la valentía de reconocer que ni Berizzo era el gran problema, ni Montella ha sido la solución. Montella, vitoreado con júbilo por los que culpaban a Berizzo de ser el causante todas las plagas del antiguo Egipto, ha gestionado el equipo, con piezas nuevas y después de un fuerte desembolso, peor que su predecesor. Si el club se ha equivocado, que parece que sí, tomará medidas. Si la dirección no ha sido la adecuada, que lo parece, se establecerá un nuevo plan de actuación. Así de natural.
Es comprensible que parte del sevillismo, dolido en lo más profundo, caiga en la tentación de volcar su frustración popular en la figura del presidente. A Pepe Castro le pueden echar en cara que no haya acertado, pero no que no trabaje para conseguir que todos los que hoy piden su cabeza sean los mismos que se lo comían a besos cuando el club levantó tres trofeos de Europa League, los mismos que le daban palmaditas en la espalda cuando su equipo batió el récord de puntos en Liga, o cuando se clasificó, por primera vez en los últimos 60 años, para cuartos de final de Champions, sin ser inferior al Bayern. A Castro le podrán echar en cara sus errores - sólo faltaría-, y harán bien, porque ni este presidente necesita pelotas, ni el club busca periodistas de cámara, ni el sevillismo los admite, pero ahora que tirotear al presidente es gratis, ahora que machacarle es deporte olímpico, convendría precisar que, si de algo ha pecado Castro, es de ambición, la mejor cualidad que puede tener la cabeza visible de un club que nunca se rinde. Y si algo ha distinguido su trabajo, más allá de errores y aciertos, es haber sublimado la herencia que recibió, reinventándose con éxito, cada año, tanto en el mercado como en los despachos como en el campo. Pepe Castro ha pedido perdón por la final. Ha dado la cara a riesgo de que se la partan y hace bien. Sabe que si el SFC pierde su imagen, lo pierde todo.
Ahora, el SFC tiene dos caminos: el primero pasa por enmendar errores, aprender de ellos y replantearse el proyecto; el segundo camino es más sencillo y además, es muy popular: activar las alarmas, cortar cabezas, contentar al pueblo, echar a quien haga falta y destruir a martillazos una casa que se ha tardado lustros en construir. Después de años de milagros deportivos, de gestión ejemplar y de un modelo económico-deportivo exitoso, el futuro no puede consistir en tirar por tierra todo lo logrado, ni en señalar culpables antes que buscar soluciones. El secreto del éxito sevillista es la fuerza de la manada, la unión de una gran familia que empuja, siempre fiel, en las buenas y en las malas. Para ínfulas de nuevo rico, para pedir que rueden cabezas, para convertir un club modélico en un contenedor de porquería, siempre hay tiempo. Que cada sevillista, con su sensibilidad y sentimiento, escoja el modelo de club que prefiere. Cuando el corazón protesta, lo más sensato es tener la cabeza fría. Saber de dónde se viene para saber dónde se está y a qué lugar se quiere llegar. Uno, que no es sevillista y no pretende dar lecciones de un sentimiento ajeno, lo tiene claro: el secreto del éxito del Sevilla es que es una gran familia. Una unida, en lo bueno y en lo malo. Una unida, incluso en la derrota más dolorosa. En la vida se cae para aprender a levantarse. Sí en esta final se cayó bajo, es porque todos estos años se escaló a lo más alto. Que cada quien viva o sienta su sevillismo como le plazca. Eso sí, para aplicar la guillotina, que no cuenten conmigo.
Rubén Uría / Eurosport
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