El salto del siglo de Bob Beamon

En los Juegos Olímpicos de México de 1968, Bob Beamon redefinió los límites de lo posible al batir el récord mundial de salto de longitud con su primer intento en la final. El salto de 8,90 del estadounidense pulverizó la competición al mejorar en 55 centímetros la anterior plusmarca universal. Este récord, casi inconmensurable, duraría más de dos décadas.

Patrocinado por

Bridgestone
Bridgestone

El salto del siglo de Bob Beamon

No muchas personas son capaces de causar una verdadera y duradera impresión, y la posteridad recuerda aún menos. Bob Beamon se encuentra entre el número infinitesimal de campeones cuyo legado ha trascendido a lo largo de generaciones. Su éxito no solo fue increíble, sino que incluso cuestionó las leyes de la gravedad y la lógica.
Su logro fue tan indescriptible que inspiró una nueva palabra en el idioma inglés. El adjetivo “Beamonesco” nació hace más de medio siglo y se relaciona con una hazaña atlética tan rotundamente superior a las anteriores que abruma la imaginación. Es un término que ha sido aprobado por el Comité Olímpico Internacional, pero que se usa a menudo en la jerga deportiva sin una verdadera apreciación de su etimología.
Pero cualquiera que haya presenciado el vuelo de Bob Beamon en ese tormentoso 18 de octubre de 1968 no tendrá ninguna duda sobre el verdadero sentido de la palabra. Unos meses antes de que Neil Armstrong y Buzz Aldrin caminaran sobre la luna, Beamon dio su propio gran salto para la humanidad. Solo que él no tenía un cohete, solo dos piernas que le permitieron volar.
El vuelo de Beamon tuvo lugar en Ciudad de México a una altitud considerablemente más baja que la luna, pero sin embargo propicia para batir récords y cambiar el rumbo del destino. En el espacio de seis breves segundos y diecinueve zancadas, el estadounidense dio un salto estratosférico a un estatus legendario. Lo hizo a su estilo, y de manera diferente a todos los demás, porque el ascenso de Beamon a la cima de su deporte fue tan abrupto y, sin embargo tan conciso que, incluso a día de hoy, sigue siendo incomparable.
El salto del siglo de Bob Beamon
Una huella eterna en la arena
En los Juegos Olímpicos de Ciudad de México, Beamon no solo ganó el concurso de su vida, sino que se estableció como una leyenda inconmensurable en un solo salto: despegó, se elevó por el cielo y aterrizó con los pies prácticamente en otro siglo.
A día de hoy, los 8,90 que hizo aquella tarde tormentosa siguen siendo el segundo salto con viento legal más largo de la historia. Solo Mike Powell, al final de otra noche embriagadora, fue capaz de llegar más lejos.
El 30 de agosto de 1991 en Tokio, el estadounidense Powell y su compatriota Carl Lewis protagonizaron un duelo que cautivó al público. Se trataba del mismo imperioso Carl Lewis que había estado persiguiendo el récord de Beamon durante una década. Nunca había estado más cerca de él que en el preciso instante en el que Powell se lo arrebató cuando lo acariciaba con la yema de los dedos. Lewis siempre había sido considerado el sucesor de Beamon. De hecho, incluso había sido capaz de saltar un centímetro más allá del legendario hito, solo para ver como ese salto era declarado nulo por haber superado el límite legal de viento. En Tokio, Powell - el aspirante - dejó con la miel en los labios a Lewis con un salto que finalmente puso a Beamon cinco centímetros a su espalda.
Decir que ver a Bob Beamon hacerse con el oro en México fue una sorpresa tan grande como ver a Powell desbancar a Lewis y superar un récord que parecía inalcanzable para cualquier saltador que no fuera “King Carl”, sería mentir. Porque, a pesar de la alineación estelar en México que incluía a los dos plusmarquistas mundiales, Ralph Boston e Igor Ter-Ovanesyan (8.35m), y a los dos medallistas de oro olímpicos anteriores Lynn Davies y el propio Boston, el joven Beamon, con solo 22 años, parecía el verdadero favorito.
Sus resultados en 1968 lo justificaban: Beamon ganó 22 de las 23 competiciones en las que había participado ese año. La perspectiva de que Beamon batiera el récord mundial tampoco era tan descabellada: desde principios de los 60, dos atletas habían establecido ocho nuevos récords, añadiendo 19 cm al récord en ocho años. Es más, el novato estadounidense había logrado recientemente el salto bajo techo más largo de la historia (8,30 m) mientras que, al aire libre, había superado la mejor marca de su carrera con 8,33 m en el campeonato de la AAU (Amateur Athletic Union) celebrado en Sacramento en junio. Beamon incluso había llegado a saltar 8,39 en los trials de selección olímpicos de Echo Summit en septiembre, aunque ese salto, muy por encima del límite de viento legal, no fue homologado.
"Si Beamon logra un despegue perfecto desde la tabla, no solo nadie podrá acercarse, sino que parece capaz de romper la barrera de los 8,60 metros siempre que la suerte esté de su lado". Esta fue la audaz predicción de Robert Parienté en L'Equipe. Tenía razón en un aspecto, nadie, de hecho, se acercó ni remotamente, aunque quizás subestimó el potencial desempeño de Beamon.
El ascenso de Beamon, intercalado entre la guerra y la revolución
Robert Beamon nació en 1946 tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Dejó su huella en 1968, un año heroico, dramático y, sin duda, el más fascinante de la segunda mitad del siglo XX. Doce meses de revoluciones variadas sacudieron el orden establecido, desplegado en el ocaso de una década contradictoria, donde se hicieron grandes avances con el pie todavía firme en el freno.
Beamon tenía un talento en bruto que rara vez se ve en la vida. De niño era más alto y más delgado que sus rivales (1,91 m y 68 kg cuando era adulto). Tenía resortes en las piernas y estaba tocado por una varita mágica. Mucho antes de dar el salto hacia la inmortalidad atlética, ya era una estrella local en las canchas de baloncesto de la Gran Manzana. Te da una idea de su habilidad el hecho de que Beamon fuera seleccionado por los Phoenix Suns en 1969 en la 15ª ronda del draft.
Ya campeón olímpico en ese momento, su cambio del foso al parqué estuvo lejos de ser espectacular, aunque siempre afirmó que el atletismo no era suficiente para poner comida encima de la mesa. Atraído por un salario de 250.000 dólares, Beamon nunca llegó a debutar en la NBA, pero siempre prefirió tirar a canasta a saltar, una vez afirmó que "podría haber saltado 35 pies (10,67 m) si hubiera practicado en la pista tanto como en la cancha de baloncesto".
Bandas de Nueva York
La juventud de Beamon es la historia de una semilla desafortunada que crece en el suelo equivocado. El joven Bob nunca conoció a su madre porque murió de tuberculosis mucho antes de que él tuviera la edad suficiente para recordarla. Su padre, mientras tanto, era un habitual tras las rejas y estaba encerrado en la famosa prisión de Sing Sing cuando su madre quedó embarazada, algo que, comprensiblemente, se convirtió en un punto de fricción entre sus padres.
"Mi madre no me llevó a casa porque estaba demasiado enferma para cuidar de mí y porque mi padre había amenazado con matarme si alguna vez me llevaba a su casa", lamenta Beamon en su biografía “The Man Who Could Fly”.
En South Jamaica, el distrito de Queens donde creció, Beamon vivía en una pensión, con su abuela o, a pesar de su desgana inicial, con el hombre que creía era su padre natural. Entre dos períodos en la cárcel, su padrastro terminó aceptando al niño y lo cuidó lo mejor que pudo, lo que no significaba demasiado.
En ese momento de su vida, Beamon admitiría más tarde que sus perspectivas eran "muy limitadas". En gran parte, se vio obligado a valerse por sí mismo en una jungla urbana donde sentirse solo era un signo de debilidad. En ese ambiente hostil, jugar al baloncesto le ofreció cierto alivio. Si aún no estaba saltando muy lejos, al menos ya estaba saltando alto. A los chicos más mayores les encantaba: Beamon era regularmente elegido para jugar en sus equipos, lo que le daba un sentido de pertenencia que le faltaba en otros ámbitos de su vida.
“El baloncesto es algo muy importante en Nueva York”, explicaría más tarde. “Si eres bueno en eso, todos te respetan. Nadie querría arruinar el ojo con el que apuntas o el brazo con el que encestas".
Para cubrirse las espaldas, Beamon se juntó con malas compañías: “Me uní a una pandilla. Nos llamábamos los franceses”, dice en su libro. “Éramos entre quince y veinte, la mayoría salidos de las viviendas públicas de South Jamaica y en su mayoría con edades entre los doce y los quince años. Luchábamos con armas, cadenas y cuchillos hechos a mano. Un día, vi que mataban a un niño con un picahielos. Se suponía que era solo una pelea a puñetazos... "
Fumaba, bebía vino, - ¿quizás el origen del nombre de su pandilla? - e incluso vendía drogas como una actividad secundaria. Pero era consciente de los peligros: “Cuando era pequeño, vi a tipos de mi edad caer como moscas por sobredosis de drogas, balas o ser enviados a prisión. Recuerdo que me dije a mí mismo que no quería ser como ellos".
Su merecido lo recibió el día en que fue arrestado por asesinato, simplemente porque se parecía al presunto asesino. Afortunadamente, la policía encontró rápidamente al verdadero culpable. Si esto fue una llamada de atención para Beamon, todavía le llevó algo más de tiempo para causar el efecto deseado, ya que con aquello solo ganó notoriedad y comenzó a fanfarronear una vez que regresó a las calles.
“Los 'chicos' me consideraban una especie de héroe solo porque me habían detenido y era sospechoso de asesinato. Aquello fue algo gordo."
Como era de esperar, la escuela no ocupaba un lugar destacado en su lista de prioridades. Y, sin embargo, sería la escuela, junto con un poco de ayuda de su abuela, la que haría que Beamon volviera al camino correcto. Cuando Bob fue expulsado del instituto, Bessie se encargó personalmente del problema. Acogió a su nieto y luego lo envió a una escuela “600” en Manhattan, una institución especial para niños con problemas.
Victoria en Randalls Island
Apartado de su hábitat natural, Beamon volvió poco a poco a centrarse. Aun extremadamente talentoso con una pelota en las manos, hizo que uno de sus maestros comentara: "Sabes, Beamon, si pudiera jugar baloncesto como tú, no lo haría en una escuela 600..." Su abuela decidió gastarse algo de dinero en ropa decente para él, para que no fuera por ahí con más trapos o prendas de gran tamaño que lo hacían parecer un payaso. El resultado es que la percepción que todos tenían de Beamon cambió casi de la noche a la mañana.
En la escuela, Beamon probó suerte en el atletismo y rápidamente le picó el gusanillo. Durante su segundo año en el instituto, participó en una reunión atlética y ganó las carreras de 50m, 100m y 200m, así como el salto de longitud (por supuesto). En 1962, a los 16 años, vio un cartel que anunciaba los "Juegos Olímpicos Juveniles", una competición local para jóvenes. Se llevó a cabo en Randalls Island, en el East River entre Manhattan y Queens, a una hora de su casa. Sintió un impulso arrollador de aprovechar su oportunidad y competir. Aunque, como no podía permitirse unas zapatillas de clavos, tuvo que pedir prestado un par a otro niño cuando apareció solo 15 minutos antes de su prueba.
“Era un día despejado, no había ni una nube”, recuerda Beamon. “El cielo era azul y me sentía libre y sin restricciones. Cuando me llamaron por mi nombre, ni siquiera pensé en nada. Caminé hacia la pista, me recompuse por un momento, y luego corrí por la pista y despegué en la tabla. Cuando aterricé, había batido el récord de salto de longitud de los Juegos Olímpicos Juveniles. La gente probablemente se preguntaba quién era yo y de dónde había salido mientras estaba en el podio con la medalla de oro colgando de mi cuello. No habría podido responder a eso porque ni yo mismo conocía la respuesta".
Al día siguiente, su nombre apareció por primera vez en el diario local, el Daily Mirror: “Bob Beamon saltó 7,34”. Había nacido un deportista y una ambición. Su padrastro no podía dejar pasar esta oportunidad. Fue a South Jamaica High School con una copia del artículo en la mano y se lo mostró a Larry Ellis, un renombrado entrenador de atletismo, y le pidió que tomara a Bob bajo su protección. Ellis aceptó. Pero había una advertencia: South Jamaica High School era una escuela tradicional: una falta y Beamon sería expulsado.
En ese momento, Beamon todavía jugaba con asiduidad al baloncesto, pero claramente estaba progresando en su nueva disciplina: en el salto de longitud fue el décimo mejor estudiante de secundaria del país en 1964. Un año después, subió al segundo lugar en el ranking nacional y también destacó en el triple salto. Su progresión fue rápida. Como diría más tarde, “el talento en bruto e indisciplinado” se pule gradualmente.
Matrimonio forzoso y estudios complicados
La vida de Beamon de repente se salió de control. Antes incluso de llegar a la universidad, donde le esperaba una beca, se vio obligado a casarse con la joven que dijo estar embarazada de él. No solo las costumbres de la época exigían que hiciera lo honorable, sino que, y probablemente lo más importante, su abuela insistió.
Nueve meses después, mientras estudiaba y entrenaba en North Carolina A&T, se dio cuenta de que el bebé aún no había nacido. Fue entonces cuando Melvina, su esposa, le dijo que había tenido un aborto espontáneo. Decir que se sintió traicionado sería quedarse corto.
Beamon regresó a Nueva York a finales de 1966. Su abuela le había rogado que abandonara la universidad para mantener a Melvina, pero Larry Ellis no quería que el talento de su prodigio de 20 años se le escapara de las manos debido a esas consideraciones materiales. Lo puso en contacto con Wayne Vandenburg, entrenador de la Universidad de Texas y El Paso. Vandenburg quería llevárselo a su campus, pero Beamon aún no estaba seguro.
"Un día, pronto, Bob Beamon va a dar un salto que no creeremos".
Desde el principio de su relación, Vandenburg estaba convencido de la grandeza de su joven saltador. Pero la vida en El Paso fue, siendo generosos, un desafío para el neoyorquino. En la UTEP (Universidad de Texas-El Paso), había 10,000 estudiantes y solo 250 de ellos eran negros (la mayoría de los cuales eran atletas). A medida que aumentaban las tensiones en Detroit durante el largo y caluroso verano del 67, la conciencia política de Beamon crecía mientras asistía a esta institución predominantemente blanca y discriminatoria.
Es posible que Beamon tuviera los ojos puestos en México, pero tampoco llevaba anteojeras. Se dio cuenta de que Estados Unidos se estaba dividiendo por el tema de las minorías étnicas. Bajo la presidencia de Lyndon Johnson, el país legisló y promovió legalmente la causa de los negros con la Ley de Derechos Civiles. Pero había un gran abismo entre la letra y el espíritu de la ley.
Beamon contra los Mormones
El hombre que saltaría más que cualquier otro en la historia era un hijo de la segregación, la misma contra la que Martin Luther King había luchado durante más de una década. King perdería la vida luchando por esta causa, asesinado por James Earl Ray frente al Motel Lorraine en Memphis el 4 de abril de 1968. Fue en este contexto y con infinita tristeza cuando Bob Beamon se dijo a sí mismo que era hora de posicionarse y dar un puñetazo en la mesa.
Durante el fin de semana de Pascua de ese año, La UTEP se enfrentó a la Universidad Brigham Young en un mitin. BYU era una institución mormona con políticas notablemente degradantes hacia los afroamericanos, por decirlo de una manera suave. Era el 8 de abril de 1968, el día antes del funeral de King, cuando nueve miembros del equipo de atletismo de la UTEP, incluido Beamon, convocaron una reunión con el entrenador Vandenburg diciéndole que iban a boicotear el encuentro. Su razón era bastante simple: el Libro de Mormón predicaba que los negros eran la representación terrenal del diablo.
Beamon y sus compañeros sabían muy bien que estaban jugando con fuego, pero se mantuvieron firmes y pagaron caro sus acciones. “Perdí mi beca”, recuerda Beamon en su libro, “pero, maldita sea, no iba a perder mi sueño. Continué entrenando con la vista puesta en Ciudad de México. No iba a posponer mi sueño de ser olímpico. Yo no."
La muerte de Martin Luther King, seguida de la de Bobby Kennedy dos meses después, había provocado en él una sensación de urgencia. “La vida es demasiado corta y demasiado preciosa para jugar con ella”, escribió más tarde. Pero sin un equipo ni fondos, Beamon se vio obligado a contratar al olímpico Ralph Boston como su entrenador no oficial en el período previo a los Juegos. A pesar de todos los contratiempos, Beamon se mantuvo centrado.
Es posible que El Paso y Ciudad de México estuvieran separados por una frontera, pero las ideas aún fluían libremente a través de ésta. La capital de México, que fue sede de los Juegos de la XIX Olimpíada de la era moderna, no se libró de los males de la época. De hecho, solo 10 días después de la masacre de Tlatelolco, que se cobró la vida de más de 300 manifestantes desarmados, en su mayoría estudiantes, los Juegos Olímpicos de 1968 abrieron sus puertas. La tensión política se palpaba en el ambiente y los juegos no se iban a librar de ella.
El 16 de octubre de 1968, cuatro días después de la ceremonia inaugural, los Juegos ya estaban atrapados en el fuego cruzado del malestar social. En el podio de 200 metros, Tommie Smith y John Carlos inclinaron la cabeza y alzaron sus puños enguantados hacia el cielo. Dos días después, la mañana de la final de salto de longitud, se les pidió a ambos que hicieran las maletas y abandonaran la Villa Olímpica.
Coqueteando con la eliminación en la clasificación
Beamon todavía seguía allí, pero por los pelos. El día anterior, el joven saltador casi tropieza en el primer obstáculo: dos saltos nulos en la clasificación dejaron a Beamon al borde del precipicio con una sola bala en la recamara. Boston, su mentor que logró el oro en Roma y la plata cuatro años después en Tokio, se llevó a Beamon a un lado y lo ayudó a relajarse. En el último lanzamiento de los dados, Beamon lo arregló. Como Jesse Owens, en Berlín, había coqueteado con el desastre, pero su tercer salto, 8,19, fue suficiente para ponerlo en la final y demostrar de lo que era capaz.
Las actividades nocturnas de Beamon la víspera de la final han sido objeto de mucha especulación. Aunque las versiones han variado a lo largo de los años, lo que parece claro es que no siguió al pie de la letra el manual de instrucciones para obtener un alto rendimiento atlético. En su biografía, Beamon dice que pasó la noche haciendo el amor con su novia de la infancia, Gloria, la chica con la que se habría casado si no le hubiesen obligado a actuar de otra manera.
Pero en otras ocasiones, Beamon también ha admitido estar contrariado por la expulsión de sus compañeros de equipo Smith y Carlos. Eso lo obligó a salir por la noche para desahogarse. “Todo iba mal, así que me fui a la ciudad a tomar un trago de tequila. La verdad es que me relajó y dormí bien".
En cualquier caso, al día siguiente, a las 3:46 de la tarde, Beamon se encontró de pie en el pasillo con el dorsal 254 a la espalda. Hacía 23,5 grados en el corazón del estadio olímpico con una humedad del 42%. El estadounidense era el cuarto saltador en una final de 17 competidores. Las condiciones eran difíciles (los primeros tres saltos fueron nulos) y el cielo se iba oscureciendo visiblemente a medida que se acercaba una tormenta.
“Nos preguntábamos si íbamos a poder saltar”, recordó hace unos años el francés Jack Pani en el diario Ouest France, recordando su séptimo puesto en la final. “Se acercaba la lluvia. Hubo terribles ráfagas de viento. Y como soplaba desde atrás, no teníamos idea del efecto que tendría en la pista". De hecho, se estaba gestando una tormenta. Pero antes de que el cielo se abriera, un trueno retumbó en el estadio.
Como Beamon se encontraba a 40 metros del foso, sería incorrecto decir que el público solo tenía ojos para él porque al mismo tiempo se estaba disputando la final de los 400 metros, que terminaría con un nuevo récord mundial, el primero por debajo de los 44 segundos. Esta carrera captó la atención de los espectadores, la mayoría de los cuales probablemente sintieron que la final del salto de longitud, que, después de todo, acababa de comenzar, aún continuaría después de que el estadounidense Lee Evans se pasease con un tiempo de 43:86. Gran error.
Solo unos segundos después, tras recorrer el pasillo en busca de la tabla, Beamon y sus ágiles extremidades despegaron. Su torso alargado se elevó por el aire, desafiando las fuerzas de la gravedad mientras parecía flotar seis pies (183 cm) sobre el suelo. Después de lo que pareció una eternidad, Beamon dijo que sintió que estaba suspendido durante una hora antes de aterrizar, finalmente su cuerpo aterrizó de una manera poco convencional. Digamos que hay margen de mejora en ese apartado, pero, de nuevo, nadie es perfecto.
“Aterricé con tal impacto que seguí saltando como un canguro y de un brinco salí del foso. No estaba muy contento con mi aterrizaje. Demonios, ¿cómo pude haber aterrizado sobre mi trasero y no sobre mis pies? "Eso me costará centímetros", pensé. "Maldición, me equivoqué, realmente aterricé en mi trasero, he perdido al menos un pie", pensé".
Si bien el aterrizaje no estuvo exento de fallos, lo que lo precedió fue un éxito más allá de todo lo imaginable. Sentado en un banco junto a la pista, Boston hizo balance de lo que acababa de presenciar. Dirigiéndose al actual campeón olímpico, dijo: "¡Eso son más de 8 metros y medio!" A lo que Lynn Davies respondió incrédulo: "¿Con su primer salto? No, no puede ser."
El hombre cuyo récord mundial estaba a punto de caer aún no se había quitado el chándal, pero ya sabía que ahora era una batalla por la medalla de plata: su compatriota había saltado tan lejos que la competición efectivamente había terminado.
El salto del siglo, imposible de medir
Tan pronto como Beamon se puso de pie, uno de los jueces entró en el foso para calcular la distancia. Primero, se izó la bandera blanca: no había ningún tipo de infracción en la tabla. El anemómetro indicó entonces… dos metros de viento favorable por segundo, el límite de lo permitido. Eso significaba que el salto se mantendría y podría medirse, siempre que la tecnología lo permitiera.
Boston tenía razón: Bob Beamon había saltado más de 28 pies. Mucho más. En pocas palabras, había saltado más allá de lo que era imaginable y técnicamente esperado en ese momento. Los Juegos de México fueron testigo del cambio a la puntuación electrónica en todas las competiciones. El salto de longitud se midió mediante un dispositivo óptico que corría a lo largo de un riel. El juez extendió el dispositivo lo más lejos posible, pero había un problema. Los oficiales habían limitado la distancia a 8,60. El salto de Beamon era tan extraordinario que era inconmensurable.
Mientras se alejaba de un salto, balanceando alegremente sus caderas y brazos, aliviado de no haber pasado por encima de la tabla tras el drama de la caótica clasificación, Beamon dejó a los jueces con su inesperado enigma. No solo había saltado más lejos, sino que de alguna manera se las arregló para detener el tiempo ese día durante lo que pareció una eternidad. En realidad, no fue más que lo ese salto se merecía. Después de 15 minutos, se decidió que los oficiales de la IAAF tendrían que recurrir a métodos probados y medir el salto manualmente. El salto del siglo requeriría una cinta métrica.
Cuando el locutor finalmente anunció la medición, 8,90, Beamon, que no estaba familiarizado con las medidas métricas, seguía sin darse cuenta de lo que acababa de hacer. Sabía que se había convertido en el nuevo poseedor del récord mundial, pero no tenía ni idea de por cuánto. Hasta que Boston hizo los cálculos por él e hizo la conversión: 29 pies y 2,5 pulgadas. En otras palabras, 21 pulgadas y tres cuartos más de lo que se había saltado antes.
"Has destruido esta competición"
Cuando Beamon finalmente se dio cuenta de la magnitud de su logro, sus piernas cedieron y cayó al suelo. Sufrió un breve ataque de cataplejía provocado por el impacto emocional. Con la cabeza entre las manos y la necesidad de que Boston lo sostuviera, el nuevo poseedor del récord mundial había recordado su condición de mortal minutos después de hacer historia.
“Comparado con ese salto, parecíamos niños”, dijo el atleta soviético Igor Ter-Ovanesyan, casi exactamente un año después de haber igualado el anterior récord mundial en ese mismo estadio. Davies, el defensor del título, se acercó a su sucesor y le dijo: "Has destruido la prueba".
"Podría ser, pero ese primer intento casi acaba también conmigo", respondió supuestamente Beamon, una vez recuperado.
Simbólicamente, las nubes de tormenta que se cernían sobre México DF repentinamente descargaron sobre el estadio olímpico y eliminaron cualquier posibilidad remota de cualquier tipo de reversión. El oro ya era una conclusión inevitable, pero Beamon saltó de nuevo: unos modestos 8:04. Luego, guardó sus zapatillas de tacos. Las condiciones se habían deteriorado aún más, y una pista mojada y un viento arremolinado acabaron con cualquier posibilidad de que alguien igualara la heroicidad de Beamon.
Antes de subir al podio, Beamon se arremangó los pantalones del chándal hasta las pantorrillas, dejando al descubierto los calcetines negros que llevaba en solidaridad con Smith y Carlos. En el escalón más alto, levantó el puño en apoyo a la causa de los estadounidenses negros. El nuevo rey se sintió abrumado por un pensamiento fugaz pero lúgubre: "¿Y ahora qué?" El campeón olímpico y poseedor del récord mundial se sintió repentinamente mareado por el vértigo de su logro. No lo sabía en ese momento, pero probablemente podía sentirlo en su interior: su único momento de grandeza ya había quedado atrás.
El hombre que dio el salto del siglo para mejorar el récord del mundo 55 centímetros nunca estuvo cerca de igualar su hito mexicano. De hecho, Beamon nunca saltaría más allá de 8,16 después del día en que detuvo el tiempo. Las lesiones y la urgente necesidad de ganar dinero hundirían pronto a un Beamon ahogado por todo lo que sucedía a su alrededor.
“Alcancé la cima cuando acababa de cumplir 22 años”, dijo más tarde. “Yo era un estudiante en la universidad, estaba casado y trataba de competir como un atleta de nivel internacional. Estábamos a finales de los 60, con turbulencias entre negros y blancos, el movimiento feminista, asesinatos, la clase media descubriendo las drogas. Fue una época extraña. Y me perdí un poco en todo aquello".
"Algunos vieron mi actuación con desprecio racial"
Si Beamon estaba conmocionado, también lo estaba el resto del mundo. Y tal vez como era de esperar, la gente no tardó mucho en empezar a buscar respuestas a las preguntas legítimas que surgieron. ¿Era realmente posible batir un récord mundial por ese margen? El viento soplaba con fuerza ese día, pero ¿en realidad solo eran dos metros por segundo?
Se tomó estas preguntas con calma. Salvo cuando algunos ponían sobre la mesa el tema racial. “Hubo científicos que analizaron mi salto usando las leyes de la física, discutiendo velocidad, trayectoria y aerodinámica, entre otras cosas”, explica en su libro.
“Luego hubo otros que analizaron mi desempeño y mi vida basándose en su inclinación personal de desdén racial. Jugaron la carta racial cuando dijeron que había saltado tan lejos porque era negro. Después de todo, dijeron, los negros tienen piernas más largas, tobillos más gruesos y una composición muscular diferente. Por eso decían que los negros eran buenos esclavos: cuerpos fuertes sin cerebro. Me llamaron sobrehumano y se refirieron a mí como una máquina de saltar. Pero, gracias a Dios, no todo el mundo pensaba ni piensa así”.
México 1968 fueron unos juegos excepcionales. No es una coincidencia que cayeran 14 récords mundiales y 12 récords olímpicos en atletismo en 36 pruebas. En el triple salto, la plusmarca universal se llegó a superar hasta en 5 ocasiones durante una competición que pasaría a los libros de historia. Además, Jim Hines se convirtió en el primer hombre en romper la barrera de los 10 segundos en los 100 metros con un tiempo de 9”95.
Los velocistas y saltadores aprovecharon las favorables condiciones meteorológicas asociadas a la altitud de Ciudad de México. A 2.200 metros sobre el nivel del mar, la resistencia del aire es menor. A eso hay que sumar los avances técnicos, encarnados por la introducción de las pistas de atletismo de tartán. Todo ello generó un cóctel explosivo que disparó el rendimiento. En el caso de Beamon, hay que añadir que tuvo el buen sentido de realizar un salto casi perfecto justo antes de una amenazante tormenta que había reducido considerablemente la presión del aire.
"No hay respuesta para esa actuación", dijo Beamon al New York Times en 1984. "Se dio todo para que el salto fuera perfecto: la pista, mi despegue; me elevé seis pies en el aire cuando normalmente lo hacía cinco -y mi concentración fue perfecta. Eso nunca había pasado antes. Me aislé del mundo, y puse toda mi concentración en ese salto".
Más de 15 años después, durante los Juegos de Los Ángeles, cuando Carl Lewis ganó la medalla de oro con un salto que todavía era 34 cm más corto que el récord mundial, Beamon tuvo la confianza de decir: “Todo lo que sé es que no veo a nadie capaz de lograrlo. Ni ahora ni nunca. Desde entonces se han realizado mítines en Ciudad de México y en otros lugares con gran altitud y el récord todavía está en los libros".
Y finalmente sucedió. Siete años después, en el Campeonato Mundial de 1991 en Tokio, Mike Powell superó por 5 centímetros el récord vigente durante 23 años al final de un emocionante duelo con Lewis. Es posible que el registro de Beamon se haya borrado de los libros, pero no de la memoria. Hasta que se demuestre lo contrario, nadie ha hablado nunca de una actuación "Powelesca".
Únete a Más de 3 millones de usuarios en la app
Mantente al día con las últimas noticias, resultados y deportes en directo
Descargar
Compartir este artículo
Anuncio
Anuncio