La gloria olímpica de Bailey en la noche de la vergüenza de Christie

Grandes Relatos Olímpicos – El 27 de julio de 1996 en Atlanta, el velocista canadiense Donovan Bailey se convirtió en el segundo atleta en poseer todos los títulos de los 100 metros al mismo tiempo. En una noche tan extraordinaria como improbable, el campeón mundial se convirtió en campeón olímpico y poseedor del récord del mundo para pasar a la posteridad como una leyenda olímpica.

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La gloria olímpica de Bailey en la noche de la vergüenza de Christie

Con el rostro en tensión, las mandíbulas contraídas y los músculos tensos, Linford Christie estaba encendido. El británico acababa de dejar pasar una nueva oportunidad para inscribir su nombre en el Panteón de los grandes. Junto con muchos de los espectadores presentes en el Campeonato del Mundo de Tokio en 1991, Christie debía asumir el hecho de que su barco ya había zarpado. Los huesos viejos no son buenos para los velocistas, y Christie, de 31 años, estaba jugando su tiempo añadido.
Aún sin cumplir los 30, el gran Carl Lewis se había impuesto de nuevo. Igual que lo había hecho en Roma, cuatro años antes, y en Seúl en 1988. Tanto en los mundiales como en los Juegos Olímpicos, el Rey Carl tuvo la brillante idea de seguir la estela del intocable pero pronto marginado Ben Johnson. Una vez desenmascarado y acorralado por las autoridades, Big Ben, o Benoid, como algunos de sus compañeros le llamaban, se vio obligado a devolver aquello que no le pertenecía. A Lewis pronto se le dio lo que legítimamente era suyo. Y Christie, que había ganado un bronce en el Mundial de 1987, fue debidamente ascendido a subcampeón olímpico (después de un positivo, que logró justificar alegando su gran afición al té de ginseng).
Tres años más tarde, en Tokio, Christie se encontraba en una situación desesperada. No solo porque Lewis lo hubiese puesto en su lugar, sino porque el triplete estadounidense había eclipsado lo que de otra manera habría sido una actuación estelar por su parte. La edad de oro de la velocidad de los EE. UU. podía estar llegando a su fin, pero en Japón, las barras y estrellas todavía ondeaban en lo más alto. Carl Lewis, Leroy Burrell y Dennis Mitchell brillaron esa noche para acabar con las aspiraciones de Christie. Y no se puede decir que el británico lo hubiera hecho mal, de hecho, nunca antes había corrido los 100 metros tan rápido. El récord europeo de 9.92 fue un escaso consuelo para alguien que acababa de perder una medalla.

Los mejores 100 metros de la historia

El único error de Christie fue protagonizar una de las carreras de 100 metros más grandes de la historia y hacerlo como un mero actor secundario en lo que resultó ser un thriller con más efectos especiales que un taquillazo de Hollywood. Un récord mundial de Lewis (9.86), dos récords continentales y, sobre todo, seis atletas en menos de 10 segundos: no volveríamos a ver una final con semejante nivel competitivo hasta los Juegos Olímpicos de Beijing en 2008.
Pero todo eso apenas podía reconfortar mínimamente al hombre que había terminado cuarto. Christie no pudo digerir su fracaso. Especialmente porque creía que el estadounidense que le había dejado fuera del podio lo había hecho injustamente. Dennis Mitchell había realizado una salida falsa, afirmó Christie. Y era cierto que el tiempo de reacción de Mitchell era tremendamente sospechoso, ya que salió de tacos después de 90 milisegundos (0.09). Los estudios científicos son unánimes al dictar que cualquier reacción más rápida que 100 milisegundos (0.1) es humanamente imposible, pero se hizo una excepción para Mitchell, que claramente tenía un talento excepcional para anticiparse al disparo.
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Linford Christie y Donovan Bailey, Atlanta 1996

Fuente de la imagen: Getty Images

Por supuesto, el juez de salida podría haber llamado a todos y pedirles que volvieran para repetir la salida. Pero no lo hizo. Y Christie fue el gran perdedor. En los próximos meses, el hombre al que llamaron “La Esfinge” presionaría mucho a favor de endurecer el reglamento. En última instancia, con éxito: pronto se acordó que cualquier tiempo de reacción por debajo de 0.1 segundos se consideraría automáticamente salida falsa. Irónicamente, esa nueva regla por la que tanto había peleado volvería para atormentarlo esa tarde de julio de 1996 después de dos salidas falsas frente a una atónita multitud en Atlanta...
Pero por ahora, el amargado Christie se ocupó de recordar, al estilo Christie, que era "el mejor velocista de 31 años del mundo". Tras ser el corredor de más edad en la final del tercer Campeonato del Mundo, al británico incluso se le pasó por la cabeza colgar las zapatillas.
Y sin embargo…
En menos de un año, se convertiría en campeón olímpico de los 100 metros. El más veterano de la historia: 33 años, tres meses y tres días. "Ni Carl, ni Ben", dijo el medallista de plata de 1988 en el estadio olímpico de Montjuic en Barcelona. "Hoy es mi día."
Las cosas mejorarían para Christie que dos años después, en 1993, tenía el mundo a sus pies al convertirse en campeón mundial en Stuttgart. Esta vez, Lewis estaba allí, pero el hijo del viento no tuvo mucho que decir en aquella final y Linford finalmente consiguió su medalla de oro en un Mundial. Más vale tarde que nunca.

Bailey, un campeón salido de la nada

La noche en que Linford Christie se convirtió en campeón de casi todo, ya que ahora tenía las coronas mundial, olímpica, europea y de la Commonwealth, Donovan Bailey no era campeón de nada. Se podría decir que todavía estaba esperando su nacimiento, deportivamente hablando. A sus 25 años el atleta canadiense había participado en el Mundial de Stuttgart, pero su presencia en Alemania había sido meramente testimonial, ya que solo había sido suplente en el equipo de relevos canadiense de 4x100. Lo único que tenía en común con el hombre cuyo reinado terminaría pronto eran sus raíces jamaicanas.
Mientras que la familia de Christie optó por Londres cuando abandonaron su Saint Andrew natal, el padre de Bailey prefirió Canadá, concretamente Oakville en Ontario, una localidad que, meteorológicamente hablando, estaba a años luz del clima caribeño donde Bailey había venido al mundo. Pero a pesar de cambiar a los 13 años Manchester, en las montañas de Jamaica, por el norte del continente americano, Donovan Bailey mantuvo su predilección por el deporte. "Mostró unas increíbles dotes atléticas desde primer grado. Siempre acababa primero las carreras", recuerda Claris Lambert, una de sus maestras. A los 16 años, Bailey corrió los 100 metros en 10:65.
El canadiense era un talento en bruto. Corría rápido, saltaba alto y disfrutaba practicando casi cualquier deporte. Dotado de una enorme velocidad y agilidad, el más joven de los cuatro hermanos Bailey prefería el baloncesto, un deporte vertical donde su capacidad de saltar más de un metro de altura no perjudicaba sus posibilidades de éxito. Todo lo contrario. Su tamaño, por otro lado, si resultó ser un obstáculo: 1,85 m era poca talla para ser ala-pívot. Lástima: el futuro de Bailey no iba a estar en las canchas de baloncesto.

Un Porsche a los 22

El deporte podía ser la pasión de Bailey, pero no era un sustento válido a los ojos de su padre, George, un tipo encantador que abandonó su Jamaica natal para conseguirle a su familia un futuro mejor. Correr estaba muy bien, pero trabajar estaba mucho mejor. Pronto, el joven Bailey se encontró haciendo malabares con dos carreras. Sin embargo, se tomó una más en serio que la otra y cuando tenía 22 años, Bailey se había convertido en un exitoso hombre de negocios. Gracias a su trabajo como consultor de marketing e inversión, incluso se compró una casa y se pudo permitir conducir un Porsche 911.
"Podría haber dejado la escuela secundaria y correr de inmediato, pero eso no era lo que quería", dijo Bailey a Sports Illustrated en 1996. "Quería una casa bonita, dinero, coches rápidos. Me enseñaron a trabajar muy duro, a trabajar por mi cuenta. Cuando obtuve todas las cosas materiales que deseaba y decidí volver a correr, creo que aquello se volvió en mi contra. Los entrenadores me dijeron que tenía una mala actitud y que no tenía ética de trabajo. Creo que estaban resentidos "Yo, con 22 años, tenía un Porsche, y ellos, que eran hombres de 35 años conducían camionetas".
Tampoco es demasiado complicado entender por qué estaban resentidos con Bailey. Cuando era adolescente, admitió que solo se apuntó a correr para conocer chicas ("Nunca veras una chica gorda en la pista, excepto tal vez en el lanzamiento de peso", dijo una vez groseramente). Bailey salía a competir para pasar un buen rato. Su estilo de vida apenas era compatible con lo que se requería para ser un atleta de alto nivel.

10.36 en 1993

Bailey causaba más impresión al volante de su coche que en la pista. Algo que tampoco sorprendía a nadie. El canadiense ni se lo tomaba en serio, ni dedicaba el tiempo suficiente. Para él, correr era algo con lo que disfrutaba, algo para lo que tenía un talento innato. Pero aún no se había comprometido con el atletismo. Y así, inevitablemente, comenzó a estancarse. 10 años después de correr 10:65 en 1983, su marca personal seguía siendo unos discretos 10:36. Había progresado algo, pero su mejora era demasiado marginal como para que un joven de 26 años llamase la atención. Sin embargo, fue suficiente para brillar en el Campeonato de Canadá, dado el vacío que Ben Johnson había dejado a su paso. Pero en la escena mundial, no era nadie.
Molesto por haber sido ignorado de cara a los Mundiales de 1993 y ansioso por no tener nada de lo que arrepentirse más adelante en su vida, Bailey se obligó a meterse de lleno en su carrera atlética para ver si tenía lo que tenía que tener. Fue en ese momento de su carrera cuando fue a ver al hombre que lo cambiaría todo: Dan Pfaff. El entrenador de atletismo de la Universidad Estatal de Luisiana era el entrenador de su viejo amigo de la escuela secundaria Glenroy Gilbert, quien formaría parte del equipo ganador de relevos en Atlanta. Pfaff sintió curiosidad por ver qué tenía Bailey bajo la manga. No había nada que perder.
Así que Bailey se mudó a Luisiana, donde rápidamente convenció a Pfaff de su talento especial. Pfaff hizo que su corredor pasara las horas entrenando su velocidad, levantando pesas y mejorando su dieta. Bailey trabajó como un poseso con su nuevo entrenador. Y el milagro pronto sucedió. No, Bailey no se convirtió en un fino estilista de la velocidad, algo que nunca iba a ser (se explica más adelante), pero sí logró correr más rápido. Mucho más rápido. Después de unos meses de duro trabajo, el canadiense recortó un tercio de segundo su tiempo, corriendo 10.03 en junio de 1994 en Duisburgo. Apenas 13 meses más tarde, sería campeón mundial.

Feo pero efectivo

Aquello no era un milagro, el talento siempre había estado ahí, simplemente le faltaba concentración y trabajo duro. No, el verdadero milagro consistía en que Bailey fuese capaz de correr tan rápido corriendo tan feo.
La década de 1980 fue testigo del choque estilístico entre el elegante y estilizado Carl Lewis y el sobrehumano e hipertrofiado Ben Johnson. Donovan Bailey introdujo una improbable tercera forma de correr. Una que nadie deseaba copiar. "¡Soy el velocista más feo de ver! Lewis se mueve con flexibilidad mientras yo pisoteo la pista y golpeo el aire. Es realmente horrible", admitió en el Campeonato Mundial de Gotemburgo en 1995.
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La gloria olímpica de Bailey en la noche de la vergüenza de Christie

De la cabeza a los pies, Bailey parecía realmente extraño. Por encima de esas largas y potentes piernas, tenía una pequeña cintura de 71 cm y luego una parte superior del cuerpo voluminosa que no parecía estar en proporción con su tren inferior. Un desorden neurológico en la cadera izquierda le hacía avanzar más con su pierna derecha que con la izquierda, un desequilibrio tortuoso que le hacía tambalearse en los tacos de salida y arquear la espalda mientras aporreaba la pista. En palabras de Sports Illustrated, "[él] parecía alguien corriendo hacia el último helicóptero de Saigón".
Pero aunque su estilo parecía desafiar las leyes de la física, cada vez parecía más efectivo. En abril de 1995, Bailey rompió la barrera de los 10 segundos al hacer 9.99 en Baton Rouge, lo que suponía un nuevo récord nacional. Luego hizo 9.91 en el Campeonato Canadiense. De repente, Bailey era la bomba. Junto con Bruny Surin, era lo mejor que le había sucedido al atletismo canadiense desde hacía muchos años, desde luego desde la caída en desgracia del que ya no podía ser nombrado.

Ganándose la confianza de 27 millones de personas

Siete años después del escándalo en Seúl, la sombra de Ben Johnson seguía siendo alargada. Bailey solía idolatrar a Johnson cuando era joven, como el resto del país, pero como adulto, se vio obligado a hacer todo lo posible para distanciarse de él. Por culpa de Big Ben, cualquier canadiense que corriese rápido levantaba sospechas inmediatamente.
Antes de los Mundiales de Gotemburgo en 1995, en los que era uno de los favoritos, Bailey recordaba los cuchicheos que acompañaban cada una de sus actuaciones y sus marcas: "Te daré un ejemplo de la paranoia que nos rodea: durante las últimas tres semanas, he tenido que pasar seis controles...En casa, el público y los patrocinadores nos abandonaron hace mucho tiempo. Gracias a Bruny Surin y a mí, esto está empezando a cambiar. Estoy tratando de recuperar la confianza de 27 millones de personas".
Bailey había llenado el vacío después de la traición de Johnson y también iba a ocupar el espacio dejado por el declive de los velocistas estadounidenses. Con Carl Lewis lejos de su mejor nivel y Leroy Burrell, el poseedor del récord mundial (9.85), ausente en Gotemburgo, el título parecía destinado a Bailey o a Surin, el otro atleta que había bajado de los 10 segundos ese año. En cuanto a Christie, estaba empezando a mostrar su edad. El veterano británico lo dio todo en las eliminatorias y logró clasificarse para la final. Pero una lesión lo dejó sin opciones y acabó sexto muy por detrás de Bailey.
A pesar de tener el segundo peor tiempo de reacción de los ocho finalistas, una debilidad característica que ya se había convertido en su tarjeta de presentación, Bailey cruzó la línea de meta con un tiempo de 9.97 para superar a su compatriota Surin (10:03) y a la revelación trinitense Ato Boldon (10:03). Bailey, que era un don nadie dos años antes, se había convertido en el rey de un histórico doblete canadiense, y aún no había cumplido los 28 años.
El éxito no se debió simplemente al trabajo duro; la mentalidad de Bailey también suponía una ventaja. "Donovan estaba tranquilo antes de Gotemburgo, y los demás estaban tensos. Creo que es porque tenía una vida antes de correr y sabía que tendría una vida después. Si se desatara un infierno y terminara sin un centavo, todavía tendría amigos. No hay muchas personas en el continente que puedan decir eso". Eso era lo que decía Pfaff, el hombre que transformó a Bailey en un ganador, y lo hizo, meritoriamente, sin cambiar su forma de correr.
"Mira una cinta de los Mundiales", diría más tarde Bailey. "Patino al salir de tacos. Tengo la cabeza levantada. Mi espalda está arqueada. Estoy bien desde los 30 [metros] a los 70, pero en ese momento pego un grito porque siento que empiezo a perderlo. Correr es potencia, es explosividad, es como hacer un mate de baloncesto. Para mi Gotemburgo fue como ir a hacer un mate espectacular a dos manos y después escorarme hacia un lado de la canasta y terminar haciendo un mate a una mano". Está claro que Bailey fue siempre un loco del baloncesto…

Fredericks, el hombre a batir

Mike Marsh también aspiraba a la gloria, pero al igual que sus compatriotas estadounidenses, se encontró sin opciones a mitad de carrera. Desde los éxitos del británico Harold Abrahams (en 1924) y el canadiense Percy Williams (en 1928), los estadounidenses nunca habían perdido dos títulos olímpicos de 100 metros de manera consecutiva. ¿Continuaría esa racha? Después de la victoria británica de Christie, ¿Podría Bailey darles el oro a los canadienses? Todo se decidiría en Atlanta, donde tal situación era inconcebible para Mike Marsh (quinto en Gotemburgo en 10.10).
"A un año de los Juegos en casa, tenemos que reaccionar. No podemos permitir que eso suceda", dijo Marsh. Pero aunque la velocidad estadounidense todavía tenía un nutrido grupo de talentos en el que pescar, ya no poseía, al menos, en los 100 metros un atleta excepcional de la talla de Carl Lewis. El hectómetro de 1996 no iba a resultar demasiado favorable para las barras y estrellas.
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Frankie Fredericks

Fuente de la imagen: Getty Images

En la víspera de los Juegos de Atlanta, el hombre que destacaba por encima del resto no era estadounidense pero tampoco era canadiense. Era de Namibia y se llamaba Frankie Fredericks. Un atleta muy regular al más alto nivel, rara vez ganador, pero incansablemente elegante. A sus 28 años había sido el más rápido ese año olímpico, quedándose dos veces a las puertas de batir el record del mundo de Leroy Burrell (9.86 en Lausana y 9.87 en Helsinki). Sin duda, Fredericks era el hombre a batir.
¿Y qué pasaba con su compañero de entrenamiento y buen amigo, Linford Christie? Su participación en los Juegos había estado envuelta en misterio, aunque eso no era nada nuevo para el veterano corredor británico. ¿Y Bailey? Es posible que hubiera batido el récord mundial de 50 metros a comienzos de año en los Reno Air Games y que después hubiera corrido en unos prometedores 9.93 en Lausana, pero había sido derrotado regularmente durante los mítines en los que había participado a lo largo de la temporada.
"Hay expertos en el mundo del atletismo que piensan que Gotemburgo fue una casualidad", admitió su entrenador Dan Pfaff. Pero en cambio él no se mostraba demasiado preocupado. "Incluso si gano haciendo 11.50, será genial", dijo Bailey. Sabía muy bien que la gran competición no tenía nada que ver con un mitin. No iba a ser el más rápido el que ganara, sino el más fuerte. De cara a sus primeros Juegos Olímpicos, confiaba en que iba a ser él. "Ganaré si lo hago todo bien", respondió.

De la tragedia a la celebración

27 de julio de 1996. Todavía no eran las nueve de la noche, pero el día ya había durado demasiado. El segundo sábado de los Juegos de la XXVI Olimpiada había quedado empañado por la terrible lacra del terrorismo. A las 1.25 de la mañana, una explosión en el Parque del Centenario había dejado dos muertos y 111 heridos. Cuando la sombra de un posible atentado terrorista planeaba todavía sobre la explosión del vuelo 800 de la TWA ocurrido 10 días antes, la atmósfera al otro lado del Atlántico no podía ser más tensa.
Un día que comenzó en estado de shock terminaría en júbilo después de una de las tardes más locas en la historia del atletismo, tanto en términos de guion como por las actuaciones de sus protagonistas. Coronada por segunda vez consecutiva en los 100 metros, Gail Devers ayudó a reconfortar el corazón de los Estados Unidos, y para ello contó, además, con la ayuda del saltador de triple Kenny Harrison.
Desde el otro extremo del estadio llegaban los ecos de una gesta inimaginable. Harrison, de alguna manera, había logrado vencer al aparentemente invencible Jonathan Edwards, poniendo fin al reinado del hombre que había batido dos veces el récord del mundo en Gotemburgo. En un extraño giro del destino, la gran estrella de esos Mundiales del 95 había cometido dos nulos en sus dos primeros saltos, curiosamente los mismos saltos donde había establecido ambos récords del mundo en Suecia. Esta vez, el hombre apodado “El Papa de Northampton” (Edwards era extremadamente religioso en aquel entonces) no le iba a robar el protagonismo a Donovan Bailey. Ese honor iba a ser para Linford Christie, aunque no por mucho tiempo, solo el suficiente como para retrasar el gran momento en la vida del canadiense.
El Estadio Olímpico se estremeció cuando los purasangres de la velocidad entraron en la arena. El récord mundial, que Leroy Burrell le había arrebatado a Carl Lewis dos años antes (9:85), estaba a punto de caer. Tan fanfarrón como visionario, Ato Boldon, hablando antes de la carrera, lo previó todo: "El récord mundial está viviendo sus últimas horas. Seré el primero en decirlo. ¡La final se disputará en 9.8 o 9.7!" Sin presión.
En el camino hacia la final, el trinitense había ganado sus tres carreras, logrando, incluso, unos intimidantes 9.93 en semifinales. Bailey, mientras tanto, economizó sus esfuerzos. Dominó con comodidad la serie de primera ronda y después de eso, el campeón del mundo se mostró satisfecho con dejarse llevar hasta la final. Fue segundo en su cuarto de final detrás de Christie y también segundo en su semifinal detrás de Fredericks, el canadiense se había metido en la final sin hacer mucho ruido.
Y aquí estábamos, frente a la fascinación y emoción sin igual que siempre vienen aparejadas con cualquier final olímpica de los 100 metros. Ningún evento está imbuido de tanta emoción y tensión en un espacio tan corto de tiempo. La electricidad que acompañaba esa final del 96 estuvo en un principio cargada de energía negativa. Los 85,000 espectadores reunidos en las gradas del nuevo estadio de la localidad georgiana estaban nerviosos y preocupados, con su emoción teñida de comprensible aprensión y contención después de los trágicos sucesos de la noche anterior.
En el plano deportivo, los anfitriones se jugaban muchísimo. Dos estadounidenses iban a estar presentes en la final: Mike Marsh y Dennis Mitchell. Además de los dos velocistas locales que soportaban sobre sus hombros el peso de toda una nación, en la final también estaba un viejo león que soñaba con un último rugido…

Una salida falsa tras otra

En la calle 2, con Mike Marsh a su izquierda y Ato Boldon a su derecha, Linford Christie se sentía encerrado. Ya no era el más rápido, si es que alguna vez lo había sido, pero contaba con ser el más listo. Iba a intentar una táctica diferente, porque no había forma de poder llevar a cabo el robo del siglo armado solo con una pistola de agua.
Animado por la multitud, mucho más que el local Marsh, podemos añadir, Christie se mantuvo completamente impertérrito. Su rostro no mostraba ninguna emoción. Como un miembro de la guardia del Palacio de Buckingham, se abstuvo de sonreír o parpadear, solo fijó su gélida mirada en el horizonte. Como dijo más tarde Sports Illustrated, él era "una estatua de la Isla de Pascua concentrada". (Había una buena razón por la cual Bailey lo llamaba Sr. Stonehenge.) La visión de túnel de Christie se centró en un único objetivo: la línea blanca a cien metros de distancia que lo separaba de la inmortalidad.
Los ocho finalistas se pusieron en posición. La tensión se podía cortar con un cuchillo. "En sus marcas ... listos..."
Lindford Christie sale de tacos antes que los demás. Salida falsa. Levantando ambos brazos al cielo con frustración, acepta su penalización. Pero no tenía otra opción: si el veterano velocista quería lograr su objetivo, necesitaba todas las ventajas que pudiera conseguir. En pocas palabras: su salida en la final debía ser tan radicalmente buena como mala había sido en su semifinal.
Los atletas fueron llamados para una nueva salida. Todos repitieron su rutina nuevamente. Fresco como una lechuga, Christie se agachó con la espada de Damocles pendiendo sobre su cabeza en forma de tarjeta amarilla prendida a sus tacos de salida.
Esta vez la salida pareció buena. Ato Boldon salió como un tiro y tomó una ligera ventaja. Pero menos de dos segundos después del pistoletazo de salida, una eternidad si hablamos de una prueba de 100 metros, sonó un segundo disparo, de nuevo había habido una salida falsa. Tras una buena puesta en acción, el nigeriano Davidson Ezinwa, se llevaba las manos a la cabeza, interrumpiendo su esfuerzo, presa de la frustración. Esta vez la tarjeta amarilla iba a ser para el impetuoso Boldon.
Toma tres. El murmullo de las gradas se había transformado en un estrépito que reflejaba la tensión que se acumulaba en la pista. Una vez más, los ocho hombres realizaron sus diversas rutinas como si fuera la primera vez. Algunos abofetearon sus mejillas, otros sus muslos; algunos saltaron, otros se agacharon; Christie simplemente miraba furibundo. Todos fingieron que nada había cambiado mientras se preparaban mentalmente, de nuevo, para la batalla.

¿El rey ha muerto? ¡Larga vida al rey!

Un nuevo pistoletazo, allá van por tercera vez...Pero otro disparo resonó de repente en un estadio desconcertado.
A simple vista, la infracción apenas parecía perceptible; el infractor no se había escapado, simplemente había intentado anticiparse al disparo, igual que había hecho Mitchell cinco años antes en Tokio. Con las manos en las caderas, Christie fingió sentirse sorprendido mientras esperaba conocer la identidad del culpable. Pero su expresión no engañaba a nadie: ya lo sabía. El juez se acercó blandiendo otra tarjeta amarilla. Su rostro registró un espasmo de consternación cuando Christie juró que no había hecho nada malo. Pareció pronunciar las palabras "¿A qué viene eso?", mientras iba a examinar el monitor que confirmaba su error. Una segunda salida falsa significaba la descalificación. El sueño había terminado para el defensor del título.
Sintiéndose responsable pero no culpable, Christie decidió que la carrera no comenzaría sin él. ¿El rey ha muerto? ¡Larga vida al rey! En un estado de negación absoluta, volvió a situarse frente a sus tacos. Se le acababa el tiempo, pero el león se negaba a abandonar la jungla sin la posibilidad de cobrarse una última pieza. Para completar su autodestrucción, quitó con malos modos la tarjeta roja colocada sobre sus tacos.
Peor que ser derrotado en la final, Christie se enfrentaba a la pesadilla anticlimática de no poder ni siquiera defender su título. Insistió a todos y cada uno que él no iba a ninguna parte, el bochorno, tanto del campeón olímpico como de los jueces, era claramente palpable. Con sus rivales cada vez más enojados, incluso pidió ayuda a la multitud. La final se había convertido en una farsa.
Pronto, el árbitro de carrera John Chaplin intervino en la disputa como un director de circo tratando de restablecer el orden. El estadounidense se atuvo a la decisión y le mostró a Christie sus tiempos de reacción incriminatorios. "Simplemente me acerqué y le mostré una tarjeta roja y le expliqué muy cortésmente: 'Tienes dos salidas nulas y tienes que irte'".

Quien siembra, recoge

Pero Christie no podía aceptar su cruel destino. Al igual que Mitchell cinco años antes, el británico había cometido el error de anticiparse demasiado al pistoletazo de salida. Y ahora se negaba a decir adiós. El tiempo de reacción del campeón olímpico de 1992 fue de 0.086 segundos en lugar de los 0.1 segundos reglamentarios. Por solo 14 milisegundos, quedó atrapado por la misma regla cuya aplicación había respaldado firmemente después de su decepción en Tokio 91, cuando sintió que Mitchell le había privado del bronce. Una cruel ironía del destino
"Por primera vez en mi vida", diría más tarde sobre su descalificación, "hubo flashes de cámaras, personas gritando, aquello fue un caos. Reaccionas ante cualquier ruido que escuchas. Lo siento por mis compatriotas". Christie incluso deslizaba la sospecha de una conspiración contra él al afirmar que su protesta podría haber tenido éxito "si hubiera sido en otro lugar que no fuera Estados Unidos".
Después de lo que pareció una eternidad, Christie se volvió hacia las gradas, se quitó la camiseta y salió de la pista. Pero luego regresó, a pesar de las órdenes de los voluntarios que intentaban escoltarlo fuera del estadio. No, vería la carrera desde el borde de la pista, con la esperanza de ver a su amigo Fredericks ganar en su lugar. Pero ya no pensaba con claridad y otra idea le surgió en la mente: correría su propia carrera: se embarcaría en su propia vuelta de honor frente a la multitud. "¿Por qué no? Sentí que era a mí a quien querían. Era como el campeón de la gente. Sentí que era una forma triste de salir, simplemente bajando por el túnel. Así que hice mi pequeña aportación y recibí una ovación".

‘La carrera menos seria de la historia’

Mientras tanto, los demás finalistas esperaban con diversos grados de paciencia durante la crisis de Christie. Ahora privado de un corredor de referencia en la calle contigua, Ato Boldon estaba especialmente furioso. La interminable espera le había hecho perder la concentración. Llevado por la emoción, el trinitense de 23 años lanzaba miradas asesinas al alborotador británico, que todavía andaba a unos metros de distancia. "Ato sintió que estaba siendo poco respetuoso con ellos porque debería haberme marchado", dijo Christie más tarde. "Pero es un joven muy excitable e impresionable. Le perdono por eso".
Boldon no fue el único corredor que se sintió agraviado. Marsh, igualmente enfurecido, afirmaría más tarde que las acciones "100% antideportivas" de Christie tuvieron un gran impacto en la carrera, mientras que Dennis Mitchell, casi llorando, le dijo a la NBC: "Nunca he estado tan preparado para una carrera en mi vida. La espera lo arruinó todo. Esa fue la carrera menos profesional en la que he participado".
Marsh y Mitchell tenían buenas razones para sentirse mal, ya que ninguno se convirtió en campeón olímpico en Atlanta esa noche. De hecho, por primera vez desde Montreal en 1976, no habría ningún estadounidense en el podio.
¿Y qué hay de Donovan Bailey en todo esto? Bueno, él mantuvo la calma. Durante veinte largos minutos, los finalistas caminaban en círculos, mientras le daban vueltas a la cabeza. Pero Bailey no. A él, toda la tensión que se respiraba en el ambiente parecía no afectarle en absoluto.
Mientras sus rivales se abrumaban, él se mantuvo relajado. Después de todo, la descalificación de Christie significaba que tenían un rival menos en la pelea por las medallas, ahora solo siete competían por el santo grial. "Concéntrate en las pequeñas cosas, en tus tacos de salida, no pienses en los demás, no mires a nadie... Pensé en todo lo que Dan me decía. Eso me permitió estar más relajado. Tal vez si la primera salida hubiera sido la buena, no habría corrido tan relajado".
La clave fue la serenidad, una palabra que definía a Bailey. Cuando la carrera comenzó por cuarta y última vez, estaba tan tranquilo, que de hecho, no pudo evitar uno de esos inicios tambaleantes tan característicos, una de esas salidas lentísimas por las que se había hecho famoso... Como siempre, se enderezó demasiado pronto. Y como de costumbre, su tiempo de reacción rayaba en lo catastrófico. Para ser más precisos, 0.174 segundos, el peor aquella noche. Y sin embargo, mientras su motor chisporroteaba, evitó apagarse y muy pronto comenzó a rugir.

‘Primero, aceleré, luego fui a por ello’

Después de 30 metros, el canadiense parecía descolgado. Al igual que Fredericks, estaba muy por detrás de Boldon, quien, a pesar de todas sus preocupaciones, había salido como un tiro. Pero las increíbles palancas de esas piernas imposiblemente largas de Bailey comenzaron a acortar distancias y Boldon empezó a sentir la amenaza del hombre de blanco y negro. Más tarde, el canadiense resumiría su carrera en siete palabras: "Primero, aceleré, luego fui a por ello". [*No puedo encontrar esta cita original en ninguna parte *]. Carrera de manual de Bailey.
Al alcanzar su velocidad máxima justo antes de los sesenta metros, Bailey logró mantener su impulso mucho más tiempo que los demás. Por lo que parece, no disminuyó la velocidad en absoluto. Y, en su estilo particular de títere desarticulado, barrió a Boldon y mantuvo a raya a Fredericks.
La línea de meta fue una liberación de emociones. Boquiabierto, los brazos extendidos al mundo y las rodillas levantadas, Bailey voló hacia la inmortalidad. Dos años antes, seguía siendo un don nadie, ahora era el hombre más rápido de la historia. Su tiempo 9.84. De manera inconcebible, después de tres salidas nulas y en el escenario menos favorable para una marca histórica, el canadiense colocó la guinda al pastel con una nueva gesta. Ni siquiera Bailey se lo esperaba. "No pensé en absoluto en el record, especialmente porque cada vez que lo tenía en mente lo estropeaba".
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Linford Christie y Donovan Bailey, Atlanta 1996

Fuente de la imagen: Getty Images

Al igual que Carl Lewis, el icono que no se parecía en nada a Bailey, ahora poseía los títulos de campeón del mundo y campeón olímpico sumado a un nuevo record mundial. Pero hay una gran diferencia entre Bailey y el héroe de Los Ángeles 1984. Bailey, siendo Bailey, fue un campeón de gran moderación y poca fanfarria, a diferencia de Lewis u otros campeones más extravagantes, que se deleitaban siendo el centro de atención. Días después, uno de esos campeones, Michael Johnson, eclipsaría al canadiense. Su doble heroicidad calzando las icónicas zapatillas doradas superaba rápidamente la gesta de Bailey. Ambos hombres, por cierto, se encontrarían unos meses más tarde en Toronto para determinar la identidad del "Hombre más rápido del mundo" en una carrera de 150 metros oficiosa en la que Bailey se llevó 1.5 millones de dólares tras imponerse a un Johnson lesionado.
Pero esa noche del 27 de julio de 1996, con su hija en brazos, su padre a su lado y la hoja de arce sobre sus hombros, Bailey no podría haber estado más lejos de esas preocupaciones. Estaba simplemente exultante y aliviado de haberse convertido en algo que parecía inalcanzable.
En cuanto a Linford Christie, el hombre que hizo todo lo posible para restarle valor al triunfo de Bailey, nunca más volvió a aparecer en una gran competición. Simbólicamente, el avergonzado velocista británico arrojó sus zapatillas de clavos al cubo de basura al salir del Estadio Olímpico esa noche. Solo volvería a aparecer en algún deslucido mitin de segundo nivel. Sin embargo, no se mantendría alejado de los titulares, sobre todo después de dar positivo por nandrolona en 1999, 11 años después de su primer positivo. Igual que en Atlanta las dos salidas nulas le habían costado la descalificación, ese segundo positivo precipitaría el final de su carrera.
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Donovan Bailey, Atlanta 1996

Fuente de la imagen: Getty Images

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