La victoria del mañana

Son más altos, más guapos, más rápidos, sacan mejor, tienen una derecha definitiva, por el lado del revés no tienen lagunas, llevan ya tiempo sumergidos en la élite, con grandes victorias en su archivo, con grandes títulos en la maleta, pero les falta la última pieza. La NextGen no gana Grand Slam. Al menos, no los gana cuando se encuentran en la final a un miembro del Big4. Si hacemos un repaso de todas las finales que han disputado los jugadores nacidos en la década de los 90, veremos que solamente hubo recompensa en una de ellas: US Open 2020. En aquella ocasión, Dominic Thiem (1993) y Alexander Zverev (1997) se enfrentaron por el título, aprovechando la ausencia de Roger Federer y Rafael Nadal, además de la descalificación de Novak Djokovic en octavos de final tras su incidente con la juez de línea. Un oasis dentro de un mar de decepciones donde la veteranía siempre se impuso a la juventud. ¿Cambiará la película en Wimbledon 2021? De momento, estos son los antecedentes:

Aunque muchos ni lo recuerden y otros ni siquiera lo quieran meter en esta lista, lo cierto es que Milos Raonic fue el primer jugador nacido en los 90 en alcanzar una final de Grand Slam. El canadiense se convirtió en un potencial gran campeón, uno de los primeros gigantes en la élite, pero finalmente las lesiones no le han dejado firmar la carrera que todos pensamos. De hecho,, este verano causará baja en Londres debido a sus eternos problemas físicos. Hace cinco años, sobre la hierba que tan bien le sentaba, se quedó a un paso de conquistar Wimbledon, pero allí se encontró con su peor enemigo. Se encargó Andy Murray de frenarle el paso, logrando la primera victoria de la vieja guardia (por aquel entonces no tan vieja) ante la nueva orden (ahora mismo, no tan nueva).

Otro del que dijeron que ganaría varios Roland Garros fue Dominic Thiem, a quien vistieron de sucesor de Rafa Nadal con 23 años. Hoy el austriaco está al borde de los 28 y todavía nadie le vio ganar en París. Eso sí, no será por no haberlo intentado. En 2018, después de dos años consecutivos pisando las semifinales, por fin alcanzó la última ronda del torneo, pero allí se topó con el extraterrestre. La labor del español era enseñarle quién mandaba en la Philippe Chatrier y así lo hizo, dejándole sumar apenas nueve juegos.

Doce meses después, el mismo cartel en el mismo lugar. De nuevo repetía Dominic Thiem en la gran final y de nuevo le esperaba Rafa Nadal en la entrega de trofeos. Esta vez el austriaco logró dar un paso y le robó el segundo set del encuentro, aunque solamente sirvió para vaciarse y quedarse sin gasolina en los dos últimos asaltos. Ahí se hizo fuerte el balear, sumando su duodécima Copa de los Mosqueteros y dejando la bandeja de plata para su adversario. La sensación era que Dominic, pese a estar cada vez más cerca, seguía todavía tremendamente lejos.

La prensa llevaba ya un tiempo vendiendo el relevo generacional dentro del circuito masculino, pero lo cierto es que ninguno acababa de dar la talla en la hora crítica. Para remover un poco más el asunto, una nueva estrella apareció de la nada, un ruso que se propuso apoderarse de un verano que jamás olvidará, aunque todavía pudo haber sido más inolvidable. Hablamos de Daniil Medvedev, el hombre que llegó al US Open con la espalda cargadas de triunfos, pero el cansancio no le impidió sumar seis victorias más. En Nueva York, sobre la bocina, muchos le dieron por muerto tras perder los dos primeros sets contra Rafa Nadal, pero el ruso se inventó una salida de emergencia hasta forzar el quinto parcial. Allí cedió como un campeón, pero una vez más la copa se quedaba en poder del Big4.

De tanto intentarlo sobre polvo de ladrillo sin verse nunca campeón, Dominic Thiem contrató a Nicolás Massú en busca de una mejoría en el resto de superficies. ¡Y vaya si funcionó! En su segundo torneo juntos conquistaron el Masters 1000 de Indian Wells, así que ahora tocaba apuntar a un desafío mayor. Tras once meses colaborando juntos, el austriaco se plantó en su tercera final de Grand Slam, pero esta vez no había tierra batida bajo sus pies. Fue en el Open de Australia, donde sacó sus mejores artes ante Novak Djokovic y donde, según varios expertos, consiguió ser el mejor jugador del partido. Solo le faltó lo más importante: ganar. Eso seguía estando reservado para las leyendas.

Año y medio después de su primera final de Grand Slam, Daniil Medvedev recorrió por segunda ocasión la última pasarela hasta el partido más importante del torneo. Tras un final de año 2020 inconmensurable y una racha de 20 victorias consecutivas, al ruso solo le faltaba por tumbar la puerta más grande, la de Novak Djokovic jugando en la pista que más gloria le ha dado en su carrera. Y sí, la lógica decía que allí había una rivalidad de verdad, un encuentro sin favorito claro, pero el serbio se encargó rápidamente de refrescarnos la memoria. A través de una paliza incuestionable, una lección que nos subrayó por enésima vez que jamás debemos dudar de las leyendas. Con los 34 años casi encima, el de Belgrado confirmó que todavía no ha nacido el hombre capaz de tumbarle en Melbourne.

Así llegamos al último capítulo de esta historia, el sucedido hace apenas una semana en la Philippe Chatrier. Después de tumbar a Nadal en semifinales, ahora era Novak Djokovic el que necesitaba confirmar que ese triunfo no había sido en vano. De nada servía vencer al extraterrestre si luego el domingo no cerraba el círculo, como ya le pasó en 2015. Enfrente, un Stefanos Tsitsipas que debutaba en una final de Grand Slam. La Race decía que el griego era el mejor tenista del calendario hasta llegar aquí, el rival más duro posible, una peligrosidad que ganó peso tras verle amarrar los dos primeros sets del encuentro. ¿Espejismo o realidad? En un pago fugaz por vestuarios, el serbio canalizó todo su poder y regresó a la pista con la intención de empezar de cero, remontando en cinco mangas y cosechando su 19º major. Otra jornada histórico para el Big4; otro desencanto sin consuelo para la NextGen.